martes, 7 de agosto de 2018

NI TE CUENTO


N-III   CONSUELO DE OCASIÓN                                             


Mamá murió, sin enterarse, rodeada de raigambre y de bestias caseras.  Allí, en La Soleada, donde yo me crie, aún recuerdo ese aroma penetrante de azahar y esa lluvia intermitente que sacudía mis huesos en una tarde de castigo.

Jamás me gustaron las vísceras pero, cuando era niña fue necesario.


-          Peregrinita. Cómete los sesos – Me decía mamá.

Yo me empecinaba y ella me castigaba una tarde y otra y otra sin mi amado chocolate hirviente e hiriente al paladar.



Mamá confundió el velo eterno con el intermedio de una película televisiva. Se fue sin saber cómo acabó el film. Le encantaba la serie B y Bela Lugosi. Ni siquiera Adolfo, el sirviente, notó la mortal transición  en los ojos de mamá. Ella estaba tan natural. Sentada en su butacón de orejas gris y con el mando a distancia  en una mano. Mamá jamás pudo cambiar de canal.





La guantera se adolece de esas fotos asustadizas del Papá No Corras. No tiene ni un mal ambientador pino extrafino. Ni siquiera uno de esos gatos pegajosos de sintética dermis suavizante. El automóvil en sí, es todo un signo de sobriedad y prestancia de seis cilindros inyección con 170 caballos y capaz de alcanzar los 213 km. a la hora.


Peregrina nunca fuma en el coche. Tan solo se muerde las uñas en esos momentos en los cuales su cabeza es un auténtico mar de conceptos y datos tejidos en una bufanda caótica. Confunde elevalunas eléctrico con  dispositivo de bloqueo codificado de arranque.

Ojos de rayas continuas y un badén por horizonte. Un escaso consumo a los 100 km. y algún  asiento reclinable que se mueve.


Por qué esta tierra está más seca que mi garganta  Piensas con las manos en el vaporoso volante estival. El día cae y la brisa es solo de un motor polvoriento que ruge en adelantamientos y semáforos al toque de una palanca de cambios que es una intención de manos a la crema con lanolina.

Llegando a Motilla del Palancar sientes que tu cuerpo está destemplado. Que está un poco más revuelto de lo habitual. Te miras en el retrovisor y ves una penumbra de olvido en un reflejo del brillo de tus ojos. Además de un pacense ávido de mar que indica su intención de adelantarte.

Crees que comer algo es la solución. El tráfico es fluido aunque el paso de los grandes camiones marca una sensible reducción de velocidad. Esos mismos camioneros llenos de grasa artificial y sudor natural que te encuentras en la puerta de acceso de la cafetería.

Te miran y te hacen sonrojar. ¿Por qué te pones roja? Nunca te acabas de acostumbrar a esos treinta y dos años de aguantar esas miradas de carnívora sordidez.

Pasas al interior mientras lees el cartelón de la entrada.


                                                   EL   RESPALDO

                                         GRAN SALÓN COMEDOR

                                                      FAST FOOD

                                       HABITACIONES    TIENE

                                                     CHAMBRE

                                          CAFÉ      COPA       PURO







-          -Peregrinita. ¿Qué harás cuando yo me muera?

Mamá tomaba mi carita con sus manos y yo lloraba amargamente cada vez que me hacía esa pregunta. Solía repetirla antes de dormir. Como si yo lo supiese. Como si  quisiese ver en mí objetos de desprotección y desconsuelo.


-         - Mamá si te mueres, yo te rezaré en el jardín y te llevará flores negras para que las puedas lavar. Lavar. Lavar mi corazón en un amor de verdad.

Me abrazaba y me mordía los tirabuzones que tanto orgullo le producían. Así me acostaba casi todas las noches canturreando esa canción que inventábamos las dos.

                         




El camarero te sirve una de esas comidas rápidas de pesada digestión. Un combinado trece o catorce con muchas patatas fritas y algo de cerdo por encima. Miras por la ventana. El caudal solar llega a una fuente de estrellas que funde los plomos de, los cada vez mas escasos, momentos de estío. El ranchera descansa de tus nervios, de tus pies y de tus miedos.

El camarero te mira y se ríe


-        No se preocupe. Se lo lavaré gratis.

No dices nada. Te inquieta. Es atractivo con esos hombros y ese delantal aceitoso ¿verdad? Te gusta entrever una incógnita de deseo. Muérdete la lengua. Bífida o no. Piensa en otra cosa. Siempre te pasa igual y luego, remordimiento azul y meditaciones a la sombra de los cirios pascuales y penumbras de cipreses. Recuerda que, aun, hay un buen trecho que recorrer y un muerto que velar.





-          Papá ha muerto. Ve a darle un beso Peregrinita, hija.

Yo no quería besarle. Aún estaba caliente y parecía estar vivo todavía. Si  en ese momento estuviese segura de su defunción, le hubiese comido a besos.

Un fuerte hedor a cera procedía de una habitación mal iluminada donde esperaban mi llegada para llenarse de un fatuo cariño de plañidera. Buitres que esperaban arrasar con la fideua y el vino de Requena.

Algún acreedor tiralevitas discutía con mamá en la biblioteca. Mamá sabía nadar y guardar la ropa. Especialmente si sus intereses estaban en medio.



Le ves frotar el parabrisas con lentitud y parsimonia. Se recrea en un acabado perfecto. Hay ciertos músculos que se dejan entrever por su camiseta imperio deshilachada y menguada. ¿Te estremeces? ¿Te lo crees? Él te mira dándose cuenta. Lo sabe. Miras los posos del café y el horizonte de asfalto cuarteado. Si hubiese alguna máquina expendedora de medias, seguro que te pondrías unas negras de fantasía infantil ¿verdad? Pero, esto no es Madrid. Allí nos lavamos en el fax y reciclamos ideas por impresora.

Él viene a ti y tú ya te relames por última vez de la oscura cafeína excitante que quedaba en la taza.

-          Ya lo tiene limpio. Si quiere puedo mirar el aceite y el líquido de frenos

-          Déjelo. No le he pedido nada. Se lo agradezco de veras…

No puedes acabar la frase. Te cruzas de piernas con esa falda de vuelo que te cubre casi por entera.

Su voz se hace más cálida y cercana. Está en todo el centro auditivo.

-          Me llamo Dalmacio. Cerramos dentro de media hora. Está empezando a llover

Le das una hostia y él se ríe maliciosamente. Tu mano conserva por segundos el tacto de su barba incipiente ¿Te gusta odiarle? ¿Le odias con gusto?



Mamá siempre me bañaba después de cenar. Le gustaba contemplarme. Se podía tirar las horas muertas acariciando mi piel de tersa princesa de melocotón y azahar.

-          Peregrinita. Eres la niña más guapa del mundo. Cuando seas grande todos querrán verte así. Pero, ahora amor mío, yo tengo la exclusiva. Será nuestro secreto. Cariño mío.

Mamá frotaba mis inexistentes pechos y, recorría con sus agrietados labios mis pequeños glúteos infantiles. Yo no sabía qué hacer. Imaginé que ella era la mejor madre del mundo y que me quería mucho. Sentía, sin embargo que yo, su adorado templo, era presa de unas bestiales sutilezas. Parecía estar sumida en un extraño proceso de mimetismo animal. Me obligaba a meter mi naricilla en su arqueado escote de gran fallera mayor de las fiestas. Mi madre ostentó ese título  honorífico toda la vida. Yo. Asustada y temblorosa, lloraba y gimoteaba para que aflojase sus aceradas garras que se iban estrechando cada vez más sobre mi cuerpo. Su voluptuosidad tomaba velocidad retorciéndose sobre mí. Yo arañaba y mordía su cara emperifollada hasta que, por fin, conseguía liberarme.

Mamá. Frustrada me dejaba marchar gritándome por el pasillo

-          Bastarda. Mala puta. Algún día sabrás quién te quiere bien. Arisca comadreja. Ya buscarás consuelo y te darán…





Sentimos suspender nuestra emisión para ofrecerles un avance meteorológico que indica un gran despliegue de gota fría que se extenderá hacia la costa.  Se recomienda extremen la precaución ante las posibles inundaciones…



Dalmacio tiene razón ¿ves? Su sabiduría local se percibe en todos sus actos. Seguramente, son sus callos fortalecidos por días de agobio entre fogones y bocadillos de chorizo, los que le hacen ser un improvisado pluviómetro venido a menos.

Se mueve a lo largo de la barra con rapidez. Memoriza voces que le llegan desde todos los rincones del local como si fuesen rezos impenitentes y, despacha a una clientela que se empieza a movilizar apresuradamente antes las amenazas de un cielo plomizo  amenazador.


Hay vitrinas llenas de alcohol lugareño que se pavonean en un sueño esteticista burdo y chabacano. Hay estantes llenos de grasa a lo largo de unos metros de  contrachapado azul marino que desembocan en la cocina, que es como el morir. Allí, Virtudes guisa como lo viene haciendo desde hace catorce años. Virtudes seguramente, nació con mandil y rasero. O, en su defecto un sartenón lleno de babosas gachas manchegas. 
Ella, una vez fue dueña de El Respaldo tiempo antes que su  marido la incluyese en el traspaso de si te he visto no me acuerdo.  Dalmacio  la conservó siempre plenamente encajada en un horrible alicatado de flores. Dalmacio prometió vengarla de tan prófugo y cabrón cónyuge. Virtudes sabía que Dalmacio jamás encontraría a su marido. Se perdió en la jungla de  La Castellana. Se gastó en chaperos toda la pasta del traspaso.



-          Puede quedarse aquí hasta que pasen las tormentas. No es un hotel pero, por lo menos estará bajo techo.

No puedes esconder unas formas severas.



-          ¿Qué le hace pensar que me quedaré?

-          Su orgullo. Es tan falso como el Judas aquel.

Virtudes nos hará algo de comer. Seguro que no hará ascos a una buena palometa con tomate y un poco de pan con nueces.

-          Removería los continentes por los cuatro costados y nadaría a través de todos los mares y océanos solo para verificar que, en verdad,  eres la persona más despreciable de la tierra.

Hablas de esta manera a Dalmacio e intentas hurgar con tu mirada entre sus prohibidas protuberancias.

-          ¿Lo ve? Ya me tutea. ¿Te gustaría venir al final del pasillo?

Dalmacio señala una puerta junto a la cocina. Al final del corredor. Un trozo de madera carcomida por los  isópteros pasos del tiempo.

Dalmacio pone un cigarrillo encendido en tu boca. ¿Qué más se podía encender? Piensas.





La primera vez que crucé el umbral mis piernas temblaban por un temor de ingenua ignorancia y una maliciosa curiosidad que me llevó a  él.

Fumaba rubio americano de contrabando. Lanzaba bocanadas de humo hacia mis escandalizados y pueriles ojos que contemplaban con delectación cómo se desposeía por entero de toda su ropa.

Todo desnudo. Después me desgranaba a mí con ritmo frenético. No hice aspavientos y, simplemente, me dejé llevar por ese poder, aún mayor que la virtud y la simbología amorosa. Encumbré aquel momento creando un museo de sensaciones que dulcificó mi ignota marcha hacia el éxtasis. Si hubo algún momento en el cual no me hubiese importado perder la vida. Sin duda, fue ese momento.

Solo le permití un par de magreos cálidos que apuntaron aún más un entrañable hormigueo que recorría mi bajo vientre. Mi respiración se agitaba no pudiendo evitar unos leves quejidos inocentes. Prontamente tumbados. Yací encima de un absorto Dalmacio que no se acababa de creer  que una chiquilla como yo. Que hacía un cuarto de hora había dejado sus libros de Sociales y Matemáticas en la barra, fuese capaz de utilizarle de esa manera.   A él le gustaba. No había duda.

Después de las justas sacudidas no pudo evitar preguntarme una obviedad.

-         
           Oye. ¿Esta no es tu primera vez? ¿Verdad?


Enrojecí sin saber qué contestar. Mis manos tenían unos extraños restos de sangre. Me asusté. Una desazón recorría mis entrañas. Dalmacio, pese a todo, procuró ser cariñoso conmigo. No tuve valor de mirarle. Le dejé  cien pesetas encima de la cómoda. Era todo lo que tenía en ese momento. Se levantó antes  que yo saliera de la habitación. Me bajó la falda  y las bragas. Me chupó los glúteos con una enorme lengua viscosa que salía de sus bastos labios agrietados.

-          ¿Volverás?

-          No quiero volver a verte. Cabrón.

Contesté  mientras me subía las bragas con cierto rubor.

-          ¡Volverás!





Virtudes termina de colocar los filetes de palometa en la sartén para que se hagan con su sofrito. Después de colar el caldo de los mejillones, lo vierte sobre el pescado sirviéndomelo bien caliente.

-          ¿Tú no comes nada?


Dalmacio tiene bastante alimento después de alguna que otra década contemplando la polifagia de la carretera que cruza su trasnochado dominio hostelero. Tiempos de servilismos sin escrúpulos de autocares llenos que van a la capital para estudiar. Para instruirse en alguna nomenclatura que se expele de corrido. Autocares llenos de carpetas y tenues carmines escondidos en algún secreto en el oído. Llegaron traídos con la penumbra de hacendados ministrables al calor de la Obra. De una construcción de almas que se tejía en aquellas muchachas de pía educación conocedoras, al dedillo, de toda la jerga eclesiástica.

Todas las semanas iban y venían por el largo camino de la perfección cuyo destino, inevitable, era en sel el líder indiscutible  en una élite cerrada, poderosa y tentadora a ojos de  unos progenitores que pusieron en ellas lo peor de sus vidas: su descreimiento, su fe ciega, su fanatismo mercantil.


Algunas muchachas se perdían hasta la hora de retomar el viaje. Juntas, emprendían la odisea de lo prohibido. Bajaban hasta los límites más abruptos del mea culpa  en un descenso de tabaco, sexo y alcohol

Un día, una de ellas se perdió en un largo pasillo con olor a sardinas sin espeto. Descubrió  lo que ella entendía como sensación. Enseguida tomó todos los apuntes posibles para aprender una lección reprimida.

Así conoció a Peregrina.







Comes la última rebanada del pan con nueces con  hambre atrasada. Ni siquiera puedes felicitar a la arrugadísima Virtudes que dormita a sus anchas encima de la mesa tres.

La lluvia arrecia afuera e invoca a un viento fustigador de escaparates. ¿Para cuándo una reforma? Un simple cambio de mobiliario. ¿Para cuándo alguna señal de movilidad, de nomadismo en ese lugar?.

Dalmacio conserva esa inmutabilidad ante ti. Te abre las carnes. Crea en ti nuevas devociones e imágenes ralentizadas.

-          ¿A qué has venido Peregrina?

-          Voy al  entierro de mi madre. Si es que la entierran con este tiempo.

-          Lo siento.- Dalmacio baja la vista.- Tuvo que ser una buena mujer.

-          Ella fue… Fue…


Intentas coordinar alguna frase inteligible pero no puedes. Dalmacio no te deja.

-          Pensé que habías escondido la carpeta y los libros detrás de la barra. Estaba terriblemente equivocado. Ahora te veo como  toda una señora.

-          Eres repugnante.


Intentas no mostrar signos de debilidad. El vino peleón, sin embargo, es ideal instrumento para aclarar lenguas oscurecidas. Te das cuenta, con estupor, que ha sido algo más de medio litro.

-          Ahora trabajo en unas oficinas oficiales de Asuntos Sociales. La Obra sabe  recompensar los sacrificios prestados.

-          ¿Todavía sigues con ellos?

-          ¿Crees que sin ellos sería capaz de mantenerme en pie? Gracias a ellos salí de la mediocridad y el fracaso. Además nunca tuve opción. Ahora tampoco.

-          ¿Sigues soltera?

-          No te importa.-Contestas indignada. Solo pienso en mi trabajo y en mi paz interior. O ¿crees que todo el mundo es como tú?



 

Ya noté algo raro cuando me plantó por primera vez delante del Archy. Se lo consentí en un arrebato de comprensión. Pero, cuando fue moneda habitual, tuve que hacerle cara a mi pesar. Si es que Cándido me quería de verdad, debían quedar claras nuestras diferencias. Dejar de solapar unas absurdas situaciones en las que yo me sentía ridícula y humillada. Yo estaba loca por él. Un prometedor estudiante de Empresariales con un pedigree familiar intachable e impecable. Creo que estaban enraizados con alguna  Subsecretaría.

Cándido era un hombre de voz fluida y formas seguras antes temores. Sabía cómo manejar los hilos en la maraña de aduladores, trepas y tiburones que deambulaban por su vida.



Un día después de anunciar nuestro compromiso me contó, con esa misma voz fluida, segura y valiente, que teníamos que olvidarnos de todo. Que no ha pasado nada. Que hace un día soleado para joderlo de mala manera. Que las acciones están erectas y soberbias.

El cerdo me archivó en su ordenador cuando se enteró que  mi flor mas escondida no se abriría a él por primera vez. Sí, todavía quedaban y quedan semejantes seres detestables. Aunque, en este caso, posiblemente, era una burda excusa.

En ese preciso instante, presa de incontenible furia, le agarré por la corbata color canela que le compré por navidad y, arrastrándole, le aproximé hasta una de las ventanas del piso treinta de la Torre Picasso. Saqué su cabeza al exterior e hice que mirará atentamente hacia abajo.

Yo gritaba, quizá como nunca lo hice.


-          AHORA QUIERO QUE LO QUE HAS DICHO LO COMPRUEBES POR TI MISMO. NO POR HABLADURÍAS DE CUATRO HIJOS DE PUTA COMO TÚ.



Giré su cabeza. Le empujé al interior y encima de él  le obligué a que me lamiese la vulva violentamente. Comprobó, al momento que los chismorreos eras veraces. Tomé su mano derecha y me hizo también un serrucho. Le tuve que enseñar de urgencia, pero al final, él solito ya podía hacérmelo con inusitada destreza.  El cabrón, después de todo, no lo hizo tan mal. Qué desperdicio de momento.   Ni siquiera la ira impidió que  me corriese y saliese pitando de allí ante la llegada de los gorilas de seguridad.



 

 

-          Ya no soy como antes.- Dalmacio se levantó a por una cerveza. Incluso mi buen humor se fue con los años. Mis mejores amigos se marcharon de aquí o se hicieron socialdemócratas. Rechacé la oportunidad de poner un pequeño negocio de bisutería en la Costa Brava. Pero no me gusta el mar. Me produce náuseas y vomito nada más verlo.

-          Lo mismo me pasa a mí con la ópera. Siempre llevo una bolsita para estos casos.

-          Sin embargo.- Prosiguió Dalmacio-. Me tentó el hecho de cambiar de vida. Salir de aquí y olvidarme de todo. Pero, la edad todo lo mata. Las flores de la entrada. Los rótulos de neón. Un par de camareras que se largaron hace años y, Virtudes que día a día, también se muere para mí. La pobre ronca porque es uno de los pocos signos vitales que le quedan. Eso y su delicioso veloute de champiñones.



Dalmacio vuelve a tomarte las manos y te besa suavemente en  las mejillas. Te gustaría decir algo. Alegar algún ansia de vivir. Apelar por el consuelo de los tontos. No contestas. No reprochas nada. Estás en un batiscafo bajando metro a metro al pozo de tus escrudiñados pensamientos.

Sería muy útil evocar una imagen inquisitorial de un examen final o, rememorar escenas de un patriarca sin raspaduras, redimiendo los traseros de una sensual servidumbre sin vello púbico aún. A lo mejor es un síntoma de prestancia. Y tu madre, tan desesperada por ti, te da las buenas noches vestida de fallera en una nave de caoba. Tan ecológica ella. Con sus naranjos. Esos almendros en flor y esos viajes a Liria que es donde acudía todos los años a escuchar  los ramplones sonidos de las bandas municipales. Este año se quedó en puertas. No será igual con una marcha fúnebre.



Te separas de Dalmacio y vas por el pasillo  hacia la puerta al lado de la cocina. En el camino vas dejando un inequívoco rastro con tu blusa, falda y sujetador blanco.

-          Quiero acostarme contigo.


Se lo dices seriamente. Le miras y entras en la habitación mal iluminada. Cierras la puerta tras de ti. Dalmacio te sigue quitándose el cinturón de los pantalones.

La cama rechina de forma acusadora. Te gusta sentir el peso medio de Dalmacio. Toda su vitalidad o lo que quede de ella. Es toda tuya. No sabes si reir o llorar. Hablar o gemir. Callar o fingir.

Dalmacio resopla y muge entre flexión y flexión. Su vaho empaña el espejo que preside el lecho. Intenta acariciar tus pechos planificados. Solo consigue lamer suavemente tu barbilla. Ruegas al cielo para que no te huela el aliento.



La tormenta ahoga las últimas artimañas de Dalmacio para  inspirarse para llegar al orgasmo. Le apartas de encima mientras el temporal violenta las persianas. A lo lejos, las últimas luces del pueblo se apagan.

Dalmacio saca de el cajón de la cómoda una caja de zapatos y te enseña el contenido.

-          ¿Te acuerdas?


Dalmacio saca de la caja veinte centímetros escasos de puro látex redondeado con estrías en su extremo superior. Lo toma con las dos manos y te lo ofrece en pagano sacrificio. Ya casi lo  tenías olvidado. Él te inició en su uso y disfrute. ¡El muy cabrón! Ahora quiere que lo tomes como a él. Que lo captures entre tus pechos y pases la lengüecilla por su cálido plástico lubrificado.  Es un considerable vibrador de tecnología puntera en la época. Desde New York para ti. Personal e intransferible.
 
"Considerable vibrador de tecnología puntera..."

Lujuriosamente jugueteas entre tus piernas con él.  Lo besas y acaricias sintiendo muy dentro de ti su pequeño zumbido mecánico que hace llorar a tu vulva.

Pides  dulcemente a Dalmacio que te lo ensarte por detrás muy lentamente. Es como un corazoncillo que late y late por ti. Te das cuenta de su añoranza y su ausencia durante tantos años. ¿Cómo pudiste olvidarte?


A cuatro patas te retuerces como un crótalo enloquecido y aúllas a una luna inexistente. Dalmacio, sudoroso te introduce una y otra vez el vibrador con ritmo cansado y dificultoso por culpa de tus violentos espasmos. Te sonríe sin decir nada. No le puedes ver. Dalmacio se siente útil y servicial de nuevo. Sientes una felicidad nueva y una dicha aletargada en el espacio y el tiempo. Dalmacio, a los breves minutos cae rendido al suelo.

-          ¡Sácamelo por lo menos!

Le dices al verte en el espejo con una pose equina tan estrambótica como pueril.



Dalmacio dormía y tú no podías seguir allí por más tiempo. Dejaste encima de la cómoda los veinte duros y saliste del local con la caja de zapatos bajo el brazo. Una sonrisa iluminaba tu rostro al reflejarte en los enormes charcos.  Atravesaste un barrizal sin importarte que la suciedad caída del cielo  te llegase a los talones.

El ranchera estaba allí solo y desamparado en medio de un pedregoso parking. Entraste en el vehículo y la carretera nacional os atrajo hacia un límite de rayas continuas y badenes escrupulosos.


Miras por el retrovisor y divisas un bulto difuso en calzoncillos que alza las manos en señal de despedida.

Pisas el acelerador al tiempo que  escuchas las noticias en  la radio.


“Cielos nubosos con precipitaciones repartidas, ocasionalmente tormentosas. Más frecuentes en el área mediterránea y en la vertiente atlántica pudiendo ser de intensidad moderada o algo fuerte en puntos dispersos de Baleares, Valencia y Murcia.”                  

 1990

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