Aquel día te sentí dentro. Muy dentro. Tu índice enguantado y lubricado exploraba el angosto rincón de mis oscuras desdichas. Fuiste rápida, eficiente y taxativa: “Ya está”.
Me subí los pantalones y te miré a los ojos con asombro e incredulidad. Te reíste. “Gerardo. Súbase todo bien que al final le inspecciono el ciruelo y no se lo cubre el seguro”. Ambrosia siempre sabía poner unas risas hasta en los momentos más incómodos.
Después de la tercera revisión empezamos a salir. Yo no es que tuviese unos encantos especiales que consiguiesen embriagar sus sentidos. Lo que pasó es que a base de esperarla en la sala de espera de la consulta decidió una tarde gris y aburrida interesarse por mí. Tal vez me tomó como curiosidad o como experimento, como verdad o como mentira convencida. No sé qué coño fue. Lo cierto es que nos pilló la mierda del confinamiento. Se vino a vivir a mi escueto y sombreado apartamento con balcón perfilado: aquel que solo entras de perfil y con cuidado de no caer desde un quinto piso.
Lo de follar se tornó en un auténtico alarde médico-científico.
Joder. Si hasta tomaba apuntes. Los dos en pelotas teníamos la suerte de llegar a la meta cagando
melodías. Después me ponía a cuatro patas y ella y, por decir algo aproximado,
hurgaba en la peor pesadilla de un voxero.
Creo que se pasó un poco. O no. Vale que lo del índice ya estaba superado. Que
el black kiss pasó de ser una maravilla
ignota por muchos a una rutina pero creo, que la excelencia llegó con el
fisting. Me gustaba la hostia, pero ignoraba que era lo que tenía que seguir
buscando todavía en mí. Me preocupe
mucho. Me vi metido en un mar de
intranquilidad y desazón.
AL FINAL LA NATURALEZA SE ABRE PASO POR DONDE SEA
