N-III CONSUELO DE OCASIÓN
Mamá murió, sin enterarse, rodeada de raigambre y de bestias
caseras. Allí, en La Soleada, donde yo
me crie, aún recuerdo ese aroma penetrante de azahar y esa lluvia intermitente
que sacudía mis huesos en una tarde de castigo.
Jamás me gustaron las vísceras pero, cuando era niña fue
necesario.
-
Peregrinita. Cómete los sesos – Me decía mamá.
Yo me empecinaba y ella me castigaba una tarde y otra y otra
sin mi amado chocolate hirviente e hiriente al paladar.
Mamá confundió el velo eterno con el intermedio de una
película televisiva. Se fue sin saber cómo acabó el film. Le encantaba la serie
B y Bela Lugosi. Ni siquiera Adolfo, el sirviente, notó la mortal
transición en los ojos de mamá. Ella
estaba tan natural. Sentada en su butacón de orejas gris y con el mando a
distancia en una mano. Mamá jamás pudo
cambiar de canal.
La guantera se adolece de esas fotos asustadizas del Papá No
Corras. No tiene ni un mal ambientador pino extrafino. Ni siquiera uno de esos
gatos pegajosos de sintética dermis suavizante. El automóvil en sí, es todo un
signo de sobriedad y prestancia de seis cilindros inyección con 170 caballos y
capaz de alcanzar los 213 km. a la hora.
Peregrina nunca fuma en el coche. Tan solo se muerde las uñas
en esos momentos en los cuales su cabeza es un auténtico mar de conceptos y
datos tejidos en una bufanda caótica. Confunde elevalunas eléctrico con dispositivo de bloqueo codificado de
arranque.
Ojos de rayas continuas y un badén por horizonte. Un escaso
consumo a los 100 km. y algún asiento
reclinable que se mueve.
Por qué
esta tierra está más seca que mi garganta Piensas con las manos en el vaporoso volante
estival. El día cae y la brisa es solo de un motor polvoriento que ruge en
adelantamientos y semáforos al toque de una palanca de cambios que es una
intención de manos a la crema con lanolina.
Llegando a Motilla del Palancar sientes que tu cuerpo está
destemplado. Que está un poco más revuelto de lo habitual. Te miras en el
retrovisor y ves una penumbra de olvido en un reflejo del brillo de tus ojos.
Además de un pacense ávido de mar que indica su intención de adelantarte.
Crees que comer algo es la solución. El tráfico es fluido aunque
el paso de los grandes camiones marca una sensible reducción de velocidad. Esos
mismos camioneros llenos de grasa artificial y sudor natural que te encuentras
en la puerta de acceso de la cafetería.
Te miran y te hacen sonrojar. ¿Por qué te pones roja? Nunca
te acabas de acostumbrar a esos treinta y dos años de aguantar esas miradas de
carnívora sordidez.
Pasas al interior mientras lees el cartelón de la entrada.
EL
RESPALDO
GRAN SALÓN COMEDOR
FAST FOOD
HABITACIONES
SÍ TIENE
CHAMBRE
CAFÉ COPA
PURO
-
-Peregrinita. ¿Qué harás cuando yo me muera?
Mamá tomaba mi carita con sus manos
y yo lloraba amargamente cada vez que me hacía esa pregunta. Solía repetirla
antes de dormir. Como si yo lo supiese. Como si
quisiese ver en mí objetos de desprotección y desconsuelo.
- -
Mamá si te mueres, yo te rezaré en el jardín y te
llevará flores negras para que las puedas lavar. Lavar. Lavar mi corazón en un
amor de verdad.
Me abrazaba y me mordía los
tirabuzones que tanto orgullo le producían. Así me acostaba casi todas las
noches canturreando esa canción que inventábamos las dos.
El camarero
te sirve una de esas comidas rápidas de pesada digestión. Un combinado trece o
catorce con muchas patatas fritas y algo de cerdo por encima. Miras por la
ventana. El caudal solar llega a una fuente de estrellas que funde los plomos
de, los cada vez mas escasos, momentos de estío. El ranchera descansa de tus
nervios, de tus pies y de tus miedos.
El camarero
te mira y se ríe
- No se preocupe. Se lo lavaré gratis.
No dices nada. Te inquieta. Es
atractivo con esos hombros y ese delantal aceitoso ¿verdad? Te gusta entrever
una incógnita de deseo. Muérdete la lengua. Bífida o no. Piensa en otra cosa.
Siempre te pasa igual y luego, remordimiento azul y meditaciones a la sombra de
los cirios pascuales y penumbras de cipreses. Recuerda que, aun, hay un buen
trecho que recorrer y un muerto que velar.
-
Papá ha muerto. Ve a darle un beso Peregrinita, hija.
Yo no quería besarle. Aún estaba
caliente y parecía estar vivo todavía. Si
en ese momento estuviese segura de su defunción, le hubiese comido a
besos.
Un fuerte hedor a cera procedía de
una habitación mal iluminada donde esperaban mi llegada para llenarse de un
fatuo cariño de plañidera. Buitres que esperaban arrasar con la fideua y el
vino de Requena.
Algún acreedor tiralevitas discutía
con mamá en la biblioteca. Mamá sabía nadar y guardar la ropa. Especialmente si
sus intereses estaban en medio.
Le ves frotar el parabrisas con
lentitud y parsimonia. Se recrea en un acabado perfecto. Hay ciertos músculos
que se dejan entrever por su camiseta imperio deshilachada y menguada. ¿Te
estremeces? ¿Te lo crees? Él te mira dándose cuenta. Lo sabe. Miras los posos
del café y el horizonte de asfalto cuarteado. Si hubiese alguna máquina
expendedora de medias, seguro que te pondrías unas negras de fantasía infantil
¿verdad? Pero, esto no es Madrid. Allí nos lavamos en el fax y reciclamos ideas
por impresora.
Él viene a ti y tú ya te relames
por última vez de la oscura cafeína excitante que quedaba en la taza.
-
Ya lo tiene limpio. Si quiere puedo mirar el aceite y
el líquido de frenos
-
Déjelo. No le he pedido nada. Se lo agradezco de
veras…
No puedes acabar la frase. Te
cruzas de piernas con esa falda de vuelo que te cubre casi por entera.
Su voz se hace más cálida y
cercana. Está en todo el centro auditivo.
-
Me llamo Dalmacio. Cerramos dentro de media hora. Está
empezando a llover
Le das una hostia y él se ríe
maliciosamente. Tu mano conserva por segundos el tacto de su barba incipiente
¿Te gusta odiarle? ¿Le odias con gusto?
Mamá siempre me bañaba después de
cenar. Le gustaba contemplarme. Se podía tirar las horas muertas acariciando mi
piel de tersa princesa de melocotón y azahar.
-
Peregrinita. Eres la niña más guapa del mundo. Cuando
seas grande todos querrán verte así. Pero, ahora amor mío, yo tengo la
exclusiva. Será nuestro secreto. Cariño mío.
Mamá frotaba mis inexistentes
pechos y, recorría con sus agrietados labios mis pequeños glúteos infantiles.
Yo no sabía qué hacer. Imaginé que ella era la mejor madre del mundo y que me
quería mucho. Sentía, sin embargo que yo, su adorado templo, era presa de unas
bestiales sutilezas. Parecía estar sumida en un extraño proceso de mimetismo
animal. Me obligaba a meter mi naricilla en su arqueado escote de gran fallera
mayor de las fiestas. Mi madre ostentó ese título honorífico toda la vida. Yo. Asustada y
temblorosa, lloraba y gimoteaba para que aflojase sus aceradas garras que se
iban estrechando cada vez más sobre mi cuerpo. Su voluptuosidad tomaba
velocidad retorciéndose sobre mí. Yo arañaba y mordía su cara emperifollada
hasta que, por fin, conseguía liberarme.
Mamá. Frustrada me dejaba marchar
gritándome por el pasillo
-
Bastarda. Mala puta. Algún día sabrás quién te quiere
bien. Arisca comadreja. Ya buscarás consuelo y te darán…
Sentimos suspender nuestra emisión para ofrecerles un avance meteorológico
que indica un gran despliegue de gota fría que se extenderá hacia la
costa. Se recomienda extremen la
precaución ante las posibles inundaciones…
Dalmacio tiene razón ¿ves? Su
sabiduría local se percibe en todos sus actos. Seguramente, son sus callos
fortalecidos por días de agobio entre fogones y bocadillos de chorizo, los que
le hacen ser un improvisado pluviómetro venido a menos.
Se mueve a lo largo de la barra con
rapidez. Memoriza voces que le llegan desde todos los rincones del local como
si fuesen rezos impenitentes y, despacha a una clientela que se empieza a
movilizar apresuradamente antes las amenazas de un cielo plomizo amenazador.
Hay vitrinas llenas de alcohol
lugareño que se pavonean en un sueño esteticista burdo y chabacano. Hay
estantes llenos de grasa a lo largo de unos metros de contrachapado azul marino que desembocan en
la cocina, que es como el morir. Allí, Virtudes guisa como lo viene haciendo
desde hace catorce años. Virtudes seguramente, nació con mandil y rasero. O, en
su defecto un sartenón lleno de babosas gachas manchegas.
Ella, una vez fue
dueña de El Respaldo tiempo antes que su
marido la incluyese en el traspaso de si te he visto no me acuerdo. Dalmacio
la conservó siempre plenamente encajada en un horrible alicatado de
flores. Dalmacio prometió vengarla de tan prófugo y cabrón cónyuge. Virtudes
sabía que Dalmacio jamás encontraría a su marido. Se perdió en la jungla
de La Castellana. Se gastó en chaperos
toda la pasta del traspaso.
-
Puede quedarse aquí hasta que pasen las tormentas. No
es un hotel pero, por lo menos estará bajo techo.
No puedes
esconder unas formas severas.
-
¿Qué le hace pensar que me quedaré?
-
Su orgullo. Es tan falso como el Judas aquel.
Virtudes nos hará algo de comer.
Seguro que no hará ascos a una buena palometa con tomate y un poco de pan con
nueces.
-
Removería los continentes por los cuatro costados y
nadaría a través de todos los mares y océanos solo para verificar que, en
verdad, eres la persona más despreciable
de la tierra.
Hablas de esta manera a Dalmacio e
intentas hurgar con tu mirada entre sus prohibidas protuberancias.
-
¿Lo ve? Ya me tutea. ¿Te gustaría venir al final del
pasillo?
Dalmacio señala una puerta junto a
la cocina. Al final del corredor. Un trozo de madera carcomida por los isópteros pasos del tiempo.
Dalmacio pone un cigarrillo
encendido en tu boca. ¿Qué más se podía encender? Piensas.
La primera vez que crucé el umbral
mis piernas temblaban por un temor de ingenua ignorancia y una maliciosa
curiosidad que me llevó a él.
Fumaba rubio americano de
contrabando. Lanzaba bocanadas de humo hacia mis escandalizados y pueriles ojos
que contemplaban con delectación cómo se desposeía por entero de toda su ropa.
Todo desnudo. Después me desgranaba
a mí con ritmo frenético. No hice aspavientos y, simplemente, me dejé llevar
por ese poder, aún mayor que la virtud y la simbología amorosa. Encumbré aquel
momento creando un museo de sensaciones que dulcificó mi ignota marcha hacia el
éxtasis. Si hubo algún momento en el cual no me hubiese importado perder la
vida. Sin duda, fue ese momento.
Solo le permití un par de magreos
cálidos que apuntaron aún más un entrañable hormigueo que recorría mi bajo
vientre. Mi respiración se agitaba no pudiendo evitar unos leves quejidos
inocentes. Prontamente tumbados. Yací encima de un absorto Dalmacio que no se
acababa de creer que una chiquilla como
yo. Que hacía un cuarto de hora había dejado sus libros de Sociales y
Matemáticas en la barra, fuese capaz de utilizarle de esa manera. A él le gustaba. No había duda.
Después de las justas sacudidas no
pudo evitar preguntarme una obviedad.
-
Oye. ¿Esta no es tu primera vez? ¿Verdad?
Enrojecí sin saber qué contestar.
Mis manos tenían unos extraños restos de sangre. Me asusté. Una desazón
recorría mis entrañas. Dalmacio, pese a todo, procuró ser cariñoso conmigo. No
tuve valor de mirarle. Le dejé cien
pesetas encima de la cómoda. Era todo lo que tenía en ese momento. Se levantó
antes que yo saliera de la habitación.
Me bajó la falda y las bragas. Me chupó
los glúteos con una enorme lengua viscosa que salía de sus bastos labios
agrietados.
-
¿Volverás?
-
No quiero volver a verte. Cabrón.
Contesté mientras me subía las bragas con cierto
rubor.
-
¡Volverás!
Virtudes termina de colocar los
filetes de palometa en la sartén para que se hagan con su sofrito. Después de
colar el caldo de los mejillones, lo vierte sobre el pescado sirviéndomelo bien
caliente.
-
¿Tú no comes nada?
Dalmacio tiene bastante alimento
después de alguna que otra década contemplando la polifagia de la carretera que
cruza su trasnochado dominio hostelero. Tiempos de servilismos sin escrúpulos
de autocares llenos que van a la capital para estudiar. Para instruirse en
alguna nomenclatura que se expele de corrido. Autocares llenos de carpetas y
tenues carmines escondidos en algún secreto en el oído. Llegaron traídos con la
penumbra de hacendados ministrables al calor de la Obra. De una construcción de
almas que se tejía en aquellas muchachas de pía educación conocedoras, al
dedillo, de toda la jerga eclesiástica.
Todas las semanas iban y venían por
el largo camino de la perfección cuyo destino, inevitable, era en sel el líder
indiscutible en una élite cerrada,
poderosa y tentadora a ojos de unos
progenitores que pusieron en ellas lo peor de sus vidas: su descreimiento, su
fe ciega, su fanatismo mercantil.
Algunas muchachas se perdían hasta
la hora de retomar el viaje. Juntas, emprendían la odisea de lo prohibido.
Bajaban hasta los límites más abruptos del mea
culpa en un descenso de tabaco, sexo y
alcohol
Un día, una de ellas se perdió en
un largo pasillo con olor a sardinas sin espeto. Descubrió lo que ella entendía como sensación.
Enseguida tomó todos los apuntes posibles para aprender una lección reprimida.
Así conoció a Peregrina.
Comes la última rebanada del pan
con nueces con hambre atrasada. Ni
siquiera puedes felicitar a la arrugadísima Virtudes que dormita a sus anchas
encima de la mesa tres.
La lluvia arrecia afuera e invoca a
un viento fustigador de escaparates. ¿Para cuándo una reforma? Un simple cambio
de mobiliario. ¿Para cuándo alguna señal de movilidad, de nomadismo en ese
lugar?.
Dalmacio conserva esa inmutabilidad
ante ti. Te abre las carnes. Crea en ti nuevas devociones e imágenes
ralentizadas.
-
¿A qué has venido Peregrina?
-
Voy al entierro
de mi madre. Si es que la entierran con este tiempo.
-
Lo siento.- Dalmacio baja la vista.- Tuvo que ser una
buena mujer.
-
Ella fue… Fue…
Intentas coordinar alguna frase
inteligible pero no puedes. Dalmacio no te deja.
-
Pensé que habías escondido la carpeta y los libros
detrás de la barra. Estaba terriblemente equivocado. Ahora te veo como toda una señora.
-
Eres repugnante.
Intentas no mostrar signos de debilidad. El vino peleón,
sin embargo, es ideal instrumento para aclarar lenguas oscurecidas. Te das
cuenta, con estupor, que ha sido algo más de medio litro.
-
Ahora trabajo en unas oficinas oficiales de Asuntos
Sociales. La Obra sabe recompensar los
sacrificios prestados.
-
¿Todavía sigues con ellos?
-
¿Crees que sin ellos sería capaz de mantenerme en pie?
Gracias a ellos salí de la mediocridad y el fracaso. Además nunca tuve opción.
Ahora tampoco.
-
¿Sigues soltera?
-
No te importa.-Contestas indignada. Solo pienso en mi
trabajo y en mi paz interior. O ¿crees que todo el mundo es como tú?
Ya noté
algo raro cuando me plantó por primera vez delante del Archy. Se lo consentí en
un arrebato de comprensión. Pero, cuando fue moneda habitual, tuve que hacerle
cara a mi pesar. Si es que Cándido me quería de verdad, debían quedar claras
nuestras diferencias. Dejar de solapar unas absurdas situaciones en las que yo
me sentía ridícula y humillada. Yo estaba loca por él. Un prometedor estudiante
de Empresariales con un pedigree familiar intachable e impecable. Creo que
estaban enraizados con alguna
Subsecretaría.
Cándido era
un hombre de voz fluida y formas seguras antes temores. Sabía cómo manejar los
hilos en la maraña de aduladores, trepas y tiburones que deambulaban por su
vida.
Un día
después de anunciar nuestro compromiso me contó, con esa misma voz fluida,
segura y valiente, que teníamos que olvidarnos de todo. Que no ha pasado nada.
Que hace un día soleado para joderlo de mala manera. Que las acciones están
erectas y soberbias.
El cerdo me
archivó en su ordenador cuando se enteró que
mi flor mas escondida no se abriría a él por primera vez. Sí, todavía
quedaban y quedan semejantes seres detestables. Aunque, en este caso,
posiblemente, era una burda excusa.
En ese
preciso instante, presa de incontenible furia, le agarré por la corbata color
canela que le compré por navidad y, arrastrándole, le aproximé hasta una de las
ventanas del piso treinta de la Torre Picasso. Saqué su cabeza al exterior e
hice que mirará atentamente hacia abajo.
Yo gritaba,
quizá como nunca lo hice.
-
AHORA QUIERO QUE LO QUE HAS DICHO LO COMPRUEBES POR TI
MISMO. NO POR HABLADURÍAS DE CUATRO HIJOS DE PUTA COMO TÚ.
Giré su
cabeza. Le empujé al interior y encima de él
le obligué a que me lamiese la vulva violentamente. Comprobó, al momento
que los chismorreos eras veraces. Tomé su mano derecha y me hizo también un
serrucho. Le tuve que enseñar de urgencia, pero al final, él solito ya podía
hacérmelo con inusitada destreza. El
cabrón, después de todo, no lo hizo tan mal. Qué desperdicio de momento. Ni siquiera la ira impidió que me corriese y saliese pitando de allí ante la
llegada de los gorilas de seguridad.
-
Ya no soy como antes.- Dalmacio se levantó a por una
cerveza. Incluso mi buen humor se fue con los años. Mis mejores amigos se
marcharon de aquí o se hicieron socialdemócratas. Rechacé la oportunidad de
poner un pequeño negocio de bisutería en la Costa Brava. Pero no me gusta el
mar. Me produce náuseas y vomito nada más verlo.
-
Lo mismo me pasa a mí con la ópera. Siempre llevo una
bolsita para estos casos.
-
Sin embargo.- Prosiguió Dalmacio-. Me tentó el hecho
de cambiar de vida. Salir de aquí y olvidarme de todo. Pero, la edad todo lo
mata. Las flores de la entrada. Los rótulos de neón. Un par de camareras que se
largaron hace años y, Virtudes que día a día, también se muere para mí. La
pobre ronca porque es uno de los pocos signos vitales que le quedan. Eso y su
delicioso veloute de champiñones.
Dalmacio vuelve a tomarte las manos
y te besa suavemente en las mejillas. Te
gustaría decir algo. Alegar algún ansia de vivir. Apelar por el consuelo de los
tontos. No contestas. No reprochas nada. Estás en un batiscafo bajando metro a
metro al pozo de tus escrudiñados pensamientos.
Sería muy útil evocar una imagen
inquisitorial de un examen final o, rememorar escenas de un patriarca sin
raspaduras, redimiendo los traseros de una sensual servidumbre sin vello púbico
aún. A lo mejor es un síntoma de prestancia. Y tu madre, tan desesperada por
ti, te da las buenas noches vestida de fallera en una nave de caoba. Tan
ecológica ella. Con sus naranjos. Esos almendros en flor y esos viajes a Liria
que es donde acudía todos los años a escuchar
los ramplones sonidos de las bandas municipales. Este año se quedó en
puertas. No será igual con una marcha fúnebre.
Te separas de Dalmacio y vas por el
pasillo hacia la puerta al lado de la
cocina. En el camino vas dejando un inequívoco rastro con tu blusa, falda y
sujetador blanco.
-
Quiero acostarme contigo.
Se lo dices seriamente. Le miras y
entras en la habitación mal iluminada. Cierras la puerta tras de ti. Dalmacio
te sigue quitándose el cinturón de los pantalones.
La cama rechina de forma acusadora.
Te gusta sentir el peso medio de Dalmacio. Toda su vitalidad o lo que quede de
ella. Es toda tuya. No sabes si reir o llorar. Hablar o gemir. Callar o fingir.
Dalmacio resopla y muge entre
flexión y flexión. Su vaho empaña el espejo que preside el lecho. Intenta
acariciar tus pechos planificados. Solo consigue lamer suavemente tu barbilla.
Ruegas al cielo para que no te huela el aliento.
La tormenta ahoga las últimas
artimañas de Dalmacio para inspirarse
para llegar al orgasmo. Le apartas de encima mientras el temporal violenta las
persianas. A lo lejos, las últimas luces del pueblo se apagan.
Dalmacio saca de el cajón de la
cómoda una caja de zapatos y te enseña el contenido.
-
¿Te acuerdas?
Dalmacio saca de la caja veinte
centímetros escasos de puro látex redondeado con estrías en su extremo
superior. Lo toma con las dos manos y te lo ofrece en pagano sacrificio. Ya
casi lo tenías olvidado. Él te inició en
su uso y disfrute. ¡El muy cabrón! Ahora quiere que lo tomes como a él. Que lo
captures entre tus pechos y pases la lengüecilla por su cálido plástico
lubrificado. Es un considerable vibrador de tecnología puntera en la época. Desde New York para ti. Personal e intransferible.
Lujuriosamente jugueteas entre tus
piernas con él. Lo besas y acaricias
sintiendo muy dentro de ti su pequeño zumbido mecánico que hace llorar a tu
vulva.
Pides dulcemente a Dalmacio que te lo ensarte por
detrás muy lentamente. Es como un corazoncillo que late y late por ti. Te das
cuenta de su añoranza y su ausencia durante tantos años. ¿Cómo pudiste
olvidarte?
A cuatro patas te retuerces como un
crótalo enloquecido y aúllas a una luna inexistente. Dalmacio, sudoroso te
introduce una y otra vez el vibrador con ritmo cansado y dificultoso por culpa
de tus violentos espasmos. Te sonríe sin decir nada. No le puedes ver. Dalmacio
se siente útil y servicial de nuevo. Sientes una felicidad nueva y una dicha
aletargada en el espacio y el tiempo. Dalmacio, a los breves minutos cae
rendido al suelo.
-
¡Sácamelo por lo menos!
Le dices al verte en el espejo con
una pose equina tan estrambótica como pueril.
Dalmacio dormía y tú no podías
seguir allí por más tiempo. Dejaste encima de la cómoda los veinte duros y
saliste del local con la caja de zapatos bajo el brazo. Una sonrisa iluminaba
tu rostro al reflejarte en los enormes charcos.
Atravesaste un barrizal sin importarte que la suciedad caída del
cielo te llegase a los talones.
El ranchera estaba allí solo y
desamparado en medio de un pedregoso parking. Entraste en el vehículo y la
carretera nacional os atrajo hacia un límite de rayas continuas y badenes
escrupulosos.
Miras por el retrovisor y divisas
un bulto difuso en calzoncillos que alza las manos en señal de despedida.
Pisas el acelerador al tiempo
que escuchas las noticias en la radio.
“Cielos nubosos con precipitaciones repartidas, ocasionalmente
tormentosas. Más frecuentes en el área mediterránea y en la vertiente atlántica
pudiendo ser de intensidad moderada o algo fuerte en puntos dispersos de
Baleares, Valencia y Murcia.”
1990
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