lunes, 29 de agosto de 2011

NI TE CUENTO

LA VISTA GORDA ( NEVER LIGHT)


La ciudad es una bombona de butano en un balcón. La pasión de mercaderes paganos pululando por los rincones y aceras. su decadencia diseñada arenga el paganismo más ingenuo. La ciudad esconde un inmenso kleenex porque los valles de lágrimas no son lo que eran y no hay tela que cortar.
Una ventana especula seriamente sobre el parte meteorológico. Las obligaciones se encienden y las responsabilidades bostezan de alegría. Hay luces cansadas e inútiles que adoran el stress. El primer resplandor sacude la fachada hambrienta: Custodio abre los ojos.

Me incorporé de la cama con la supuesta dificultad de levantar ciento veinte kilos cuidadosamente reunidos, no con poco sufrimiento, a lo largo de los años de adiposa recolección. Momentos sublimes frente al espejo del cuarto de baño. Saltando de báscula en báscula con la imcomparable fragancia de un lacón con grelos  o una buena fritada de torreznos bien tostaditos.
Veía a Carlota desmelenada en el lecho, con rasgos de evidente cansancio. Nuestra suma hacía un total de doscientos diez y, realmente, es aquí donde se ve el trabajo del artista. Aunque, a decir verdad, abusamos mucho de otra cifra de dos dígitos impar..
 Mi estómago es ancho. Abundantemente redondeado por un vello esporádico que le da un toque de gracia y una inventada agilidad. Mi cuello es inexistente y., mi cara, es lo más  parecido a un pan cendeal.
Carlota nunca me exploraba del todo. Siempre había algún recóndito rincón por conocer. Alguna sensación nueva por experimentar. Carlota me repetía la misma historia todas las mañanas:
- Custodio. Tienes que ir a sellar el paro. Berzotas !
Pero, al final, se ponía sentimental conmigo.
_...Pero tómate antes el desayuno. Tocinillo




"Rompía el silencio habitual del reino..."
Me ganaba unos duros con los cartones. Me gustaba olisquear entre la basura. El cartón allí tiene una esencia, casi me atrevería a decir, afrodisíaca. Cogía los trozos húmedos y me los restregaba por las narices,. Entonces, me entraban unos deseos increíbles de satisfacción. Allí mismo conocí a mi competidor mas inmediado: La Roncha. Era una mujer de ochenta kilos magros de primera. La tiré, literalmente, entre los desperdicios y la poseí con saña verdulera. Su cuperpo sucio y maloliente se meneaba como montada en una carroza calabacesca. La Roncha se quedó conmigo y, en  poco tiempo, nos hicimos los reyes del vertedero.
La Roncha nunca hablaba. Todavía no sé si era muda o se lo hacía. Solo eructaba de vez en cuando. Con inodoros de baño coloreados de purpurina dorada realizó sendos tronos donde esperábamos todos los días la llegada de Expósito, el basurero. Con sus noventa kilos y su humenate camión, rompía el silencio habitual del reino. Ansiosos, corríamos a su encuentro, pues pese a ser un ser un hombre rudo de formas, nos contaba cosas de fuera que ni La Roncha ni yo comprendíamos bien. Ni siquiera Carlota sería capaz de entenderlo.
"La reforma del sistema del repartro del Fondo de Compensación Interterritorial no se producirá en los próximos meses tal y como tenía el Ministerio de Economía."
Expósito se quedaba tan tranquilo después de su plática. Estaba obsesionado con cuestiones de la Bolsa esa. Siempre dando consejos:
- Custodio. Tu vales para industrial. Tendrías que salir se aquí de una vez.
- Bastante tengo con ir a casa todos los días. ¿No crees?.- Contestaba ofreciéndole un pitillo que confeccionábamos con extractos de parásitos que pululaban por allí-.

Expósito me hablaba también de cosas que yo no llegaba a entender del todo:
- Tendrías que ver las mujeres que hay por allí. Tan altas, con esas caderas de avispa. Tan estirás...
- Calla. Calla. Blasfemo- - Yo le contestasba totalmente indignado.
Me hacía una vaga imagen de sus palabras y me producía repulsión pensar en algo tan seco e insensible. Algo tan muerto y tan lleno de compejos inútiles. Algo tan serio y malicioso. Las comparé con esas imágenes mortuorias de las revistas. Llenas de una sonrisa vacía. Con poses sacrilegas y herejes miradas. Esas desnudeces tercermundistas me hacían añorar el día que conocí a Carlota en su pastelería:

- ¿Eres bollera?- pregunté tímidamente.
- También hago pistolas. Todo lo hago en la trastienda. Corazón.- Me contestó agarrando dos suizos recién hechos.



"Devoramos cómo pudimos nuestras sutilezas..."
En la trastienda nos comimos mas de dos kilos de bocaditos de nata que me hicieron alcanzar la gloria. También devoramos como pudimos nuestras sutilezas tan cargantes, encima de la mesa donde se amasaba el pan nuestro de cada día.

Augusta. Nuestra rata, estaba inquieta aquel día. Correteaba entre mis pies y, con su negra cola, me azotaba las alpargatas. Augusta se había acostumbrado a nuestra presencia y, conocía como nadie los rincones del vertedero. La Roncha se comía los excrementos de este asqueroso animal. Yo, la verdad, los encontraba algo insípidos a palo seco.
La Roncha nos solía preparar unos deliciosos canapés con los desperdicios que Expósito traía exprofeso de un restaurante de la ruta. Creo que La Roncha me mimaba en exceso. Yo, a veces, la copulaba por mero compromiso en nuestro contenedor particular. Sin embargo, ella no notaba la diferencia. Ella sabía emitir una gran variedad de eructos que, según su intensidad, significaban alegría, pena, gozo, odio o satisfacción. Yo tardé tiempo en aprender el peculiar abecedario aerofágico.



"Con su negra cola me azotaba las alpargatas..."

Mientras tanto Carlota pasaba los días enteros llamando, siempre desde la cama, a jovencitos por  medio de anuncios de periódicos para que le diesen de comer.. Con el tiempo, su cuerpo fue quitando espacio al colchón hasta ocultarlo por completo. Fue cuando me di cuenra de su auténtica belleza. De esos tonos sublimes de su piel. Ese color lleno de vida que transmitía al viento.
Jamás pude gozar de este redescubrimiento. Ella se daba a las más duras promiscuidades y dirigía con rigor de estricta gobernanta a todos esos jóvenes que iban a retozar a su lado. Carlota necesitaba tener encima quince o veinte personas para sentirse satisfecha.
Yo no, no lo he de negar, disfrutaba enormemente viendo esas escenas diarias. Así conocí a Toxino.
Era un tipo extraño de mirada huidiza. Me cayó bien pese a sus insulsos sesenta kilos y su saliente mentón.
Me lo llevé al vertedero una noche. La Roncha no vio bien  a este ser endeble que yo cargaba a mis espaldas. No sé todavía por qué  lo traje. Creo que sentía la necesidad de hacerlo. Como si una llamada interior suya me pidiese proteción. Ese rostro picado de viruela parecía transmitir algo que no diré por evitar falsa cursilería o falsas interpretaciones
Toxino fiue un alumno aventajado-. Demasiado para lo que esperaba de él. Seleccionaba la basura con la rapidez de un político mutando en el poder. Algunas mañanas se quedaba largos minutos mirando a las gaviotas reidoras que siempre revoloteaban por el vertedero. Parecían conocerle e iban a comer de su mano 



"Se quedaba largos minutos mirando a las gaviotas..."
trozos de pescado putrefacto.
Revoloteaban en círculo por encima de su cabeza creando una aureola de extraña santidad. Esta imagen me helaba la sangre. Las deprimentes aves acudían a su llamada todos los días. Comían de su boca también. Algunas veces le llegaron a ocasionar pequeños rasguños en los labios que no tardaron en cicatrizar.

El timbre de la puerta despertó a Carlota. Sus ojos eran dos pilotitos intermitentes que se encendían en la penumbrosa habitación. La inmensidad se incorporó ante el crujido impenitente del lecho. Un quejido interminable que más era síntoma de liberación y descarga. La boca de Carlota se abría y cerraba una y otra vez ante el  último timbrazo que dictaba comoa clarines apocalípticos por toda la casa.
En el felpudo descolorido encontró una jaula desde la cual, una desorientada gaviota miraba a su alrededor con ojos asombrados y alas caídas. Carlota cogió el ave entre sus manazas y, de un despistado bocado, arrancó su cabecita sin dar tiempo siquiera a delimitar lo qué es vida y lo qué es muerte. La escupió al suelo con asco conteniendo una leve sonrisa de amor.
Se llevó el cuerpo de la malograda gaviota a la casa y allí, le dió todo el calor que fue posible. Más tarde la desplumó y la guisó con una menestra. El melon con jamón fue el mejor postre para tan peculiar ocasión.

Expósito llegó al vertedero antes de tiempo. Descargó el camión  y empezó a apartar enseres y alimentos que se pudiesen aprovechar. Como siempre, se paró a echar un cigarro. Expósito sudaba mucho y exgrimía esta causa para holgar más a menudo. Pensó un rato en el recalentamiento económico, pero no llegó a concentrarse.
Unos quejidos cercanos avivaron su más morbosa curiosidad. Su deseo más invertebrado. Detrás de él separados por un pequeño montículo de chatarra, pudo ver a Toxino y a La Roncha. Él, de pie, meneaba la cabeza de la mujer que, arrodillada, no decía nada. La verdad es que La Roncha, nunca decía nada y menos aún en situaciones donde es de pésima ilustración hablar con la boca llena.
Expósito volvió al camión sonriente. Ya tenía motivación suficiente para su solitario goce nocturno. Sus fantasías eróticas en la bolsa no eran comparables con lo que acababa de ver. Ese hiperrealismo perfecto con esa naturalidad fotográfica. No se podía medir con sus tristes noches expresionistas y algo naifs.

Una noche, enfurecido, fui  buscando a Toxino por todo el vertedero. Iba a romper la crisma de ese jodido payaso. Estaba harto de él. Esos aires de misterio y ese amaneramiento no era comparable con sus mas oscuras intenciones. En dos meses consiguió ganarse el favor de Expósito que, siempre le apartaba a escondidas  lo mejor de la chatarra. Yo me tenía que apañar con los restos que pasaban por sus asquerosas manos delgadas. A La Roncha ya no le gustaba el cartón como antes. Yo lo achaqué a que eran cosas de la edad. Pero, con treinta y dos años, me parecía raro que sus dos hermosas berrugas peludas del cuello, fuesen a causa del acné. Hasta en eso me engañó.
Estaba decidido a romperle la cara a ese Toxino. Le vi tumbado en un somier oxidado. Fumando de mi tabaco de insectos. Le levanté por los pelos y con la mano extendida, pagué al portador numerosos sopapos de resentimiento.
Le hablé gritándole al oído:
- ¿Por qué lo has hecho? Aquí mando yo. So mamón. Este vertedero está hecho a mi imagen y semejanza y no voy a consentir que tú vengas y me lo quites por las buenas.
Él, silencioso, esperó a que yo  me calmase. Esperaba alguna explicación suya. Alguna razón procedente de su escuálida figura.
- Estás vuejo Custodio. Necesitas un relevo urgente. Ya nadie confía en ti. Ni siquiera Augusta acude a tu llamada.
Silbé para comprobarlo, pero, también esa maloliente rata había sido hechizada por este energúmeno raquítico. Augusta. Mi fiel compañera de soledad. Mi consuelo en esos días donde forjada mi imperio con cariño y desesperación...
La llegada de La Roncha no hizo más que aumentar mi desazón al ver cómo me daba la espalda y se arrodillaba frente a Toxino para abrir su bragueta. La muy guarra. Yo le hice conocer todos los placeres de la carne.- La engordé a mi gusto. La hice bella como jamás podía imaginar a una chica de las, mal llamadas, guapas.
Sentí el amanecer en el corazón y el rocío en las entrañas. Toxino y La  Roncha me decían adiós en los límites de mi anterior dominación- Atravesé por última vez esos campos de hierro y plástico. Esas montañas de huevo y pan mojado. Esos ríos de cartón. Ese cartón tan fragante fue una de mis mejores creaciones. Como ellos, a pesar de todo.

Encontré el piso vacío y a Carlota haciendo la maleta en la habitación. Intenté darle un beso, pero, me rechazó con vehemencia. Intenté excusarme:
- Mujer. Si ya he cambiado. He decidido adelgazar para siempre.
Carlota calló por no herirme. Me enseñó una pequeña gaviota enjaulada. Yo pregunté si su afición por las aves era idea del kioskero de bajo que siemprele tiraba los tejos.
Me llevó al balcón y,, una vez allí, abrió la prisión del cochambroso pájaro que, batió alas hacia el exterior. Carlota. me miró a los ojos y, mordéndome la nariz, me dijo:
- Ella y mi hijo me indican ahora el camino que debo seguir.

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