lunes, 3 de octubre de 2011

NI TE CUENTO




... TAMBIÉN SE VIVE


 En aquel tiempo estaba carcomido por la arteriosclerosis y por una multitud de achaques propios de mis canas mal llevadas. No sé cuánto tiempo pasé en ese asilo de las afueras. Siete o quizá ocho años. Cuando ingresé en él, mis hijos siempre me obsequiaban con un buen ramillete de revistas pornográficas y una enorme caja de bombones al whisky. Seguro que lo hacían para humillarme, pues el sexo y el alcohol me despreciaron años atrás como si fuese un susurro entre gritos de hooligans. Ya solo tenía un castrador sentido de la vida y una tierna inquietud por mis nietos pequeños que, a veces, defecaban al borde de mi silla de ruedas. Al final, dejaron de visitarme. Todo quedó en unas felicitaciones navideñas en trozos de cartón coloreados con cierta similitud a oscuras esquelas de periódicos. Intercambiaba con mis compañeros todas las que tenía repetidas y así, me hacía ilusión el tener nuevos parientes. Sin embargo, me llegó a gustar ese trueque sentimental. Ya conocía por la letra a familiares de otros ancianos que compartían conmigo unas tardes interminables de agosto en el balcón. Nos pasábamos unos prismáticos para ver cualquier película en el cine de verano que teníamos enfrente del edificio al cual, nunca nos llevaban a los que no podíamos andar por nuestro propio pie.
El verano era la época propicia para que muchos compañeros salieran del asilo. No por su propia voluntad sino en un  hermoso ascensor de madera lacada. El calor atacaba a los más viejos y cualquier minúscula dolencia, mataba lentamente en una triste agonía de tubos, suero y noticias por televisión.
Yo, uno de esos días estaba apesadumbrado y temeroso al ver como uno de esos ancianos que compartía conmigo la habitación, se iba de este mundo. Me tomó la mano y me dijo que cuánto costaba el traslado de éste al otro barrio. Sollozaba como un crío cuando ví entrar en la penumbrosa habitación a una resplandeciente mujer. Era distinta del resto de voluntarias que nos atendía. Curiosamente, su boca siempre reflejaba una sonrisa que no se apagaba nunca. Se desenvolvía con total naturalidad entre el montón de huesos vetustos que éramos. Tenía siempre a punto palabras de comprensión, incluso para ese gruñón arcaico que se quejaba siempre por todo.
Me vio tan decaído que llamé su atención. Me acarició la cara. Preguntó lo qué me pasaba. Yo no sabía qué decir. Yo esperaba ver a esas matronas gordas y con verrugas que nos zarandeaban constantemente gritando a ritmo de sevillanas. Ella era totalmente diferente y yo, sin saber qué contestar. En ese instante me hubiese gustado contarle que ya estaba harto de todo y de todos. Que me resistía a ser yo el siguiente en criar malvas. Solo le hice una lista de mis enfermedades y penurias cotidianas. Ella me escuchaba pacientemente arrodillada para ponerse a mi altura. Yo, no he de negarlo, miraba ansiosamente su pronunciado escote con elegante disimulo. Me dijo que no me preocupase, que aquel no era tan mal sitio para vivir. Me llevó, empujando mi silla de ruedas, al jardín y me empezó a descifrar nombres de flores y plantas que crecían por allí. A mí me importaba una mierda esas mariconadas. Me sentía cautivado por su inmensa dulzura. Allí era una fresca isla entre un mar de prescripciones facultativas.
Los días siguientes me siguió atendiendo casi en exclusiva. Pasaba conmigo la mayor parte  de las ocho horas. Nunca me preguntó por mi pasado y, a veces, bromeaba y me hacía ver como un apuesto galán sediento de hembras. Me sentí rejuvenecer por momentos y, las horas que nos separaban de un día a otro, se me hacían eternas. Todo esto fue así hasta que un tiempo más tarde dejó de venir. Yo la busqué, pero nadie me daba razón de ella. Uno de los doctores que me atendían, preocupado, llegó corriendo a ver lo que pasaba. Le conté con todo detalle cómo era aquella mujer. Su natural dulzura, su comprensión sin límite, su pelo, su boca. El doctor me dijo que allí nunca trabajó nadie con semejantes características. Que el controlaba a todo el personal y que, posiblemente, yo estaba en un avanzado estado de embriaguez paranoica.
Nunca fui el mismo. Yo me empeñaba en seguir buscando por los pasillos, incluso por la noche. Lo que me costó no pocos problemas con el personal interino y con el resto de matusalenes que se reían de mí al verme tan desesperado, tan solo, tan indefenso.
A los pocos días me aislaron del resto de la gente y un nutrido grupo de batas blancas me diagnosticaron demencia senil. A medida que pasaba el tiempo, yo me iba apagando hasta que, una madrugada de otoño, fallecí dándome cuenta que jamás supe su nombre pero sí lo que me dio. Un consuelo, un firme consuelo.

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