lunes, 31 de octubre de 2011

NI TE CUENTO

DÍAS NUBLADOS EN EL REINO DE LOS IMPERATIVOS


Me desperté con un intenso   dolor de cabeza a consecuencia del día anterior. Busqué una aspirina en la taquilla y la mastiqué con fuerza. Hice esfuerzos sobrehumanos para conseguir un poco de saliva y hacer llevadero tan mal trago. La voz del cuarto imaginaria despertaba al resto de la compañía. La garganta de Ibañez nos agitaba el sueño pero, nadie decía nada. Todos sabíamos la fama de bruto que tenía y el halo de estupidez que le rodeaba.
Me vestí con rapidez dejando para el final las tan mal llevadas malditas botas de hebilla. Pude contemplar por la ventana, los primeros pasos balbuceantes del sol en el inicio del amanecer. El cuartel se fue llenando poco a poco de su luz y lanzábamos al aire bostezos de satisfacción al tiempo que oíamos alineados el impetuoso toque de corneta matutino.
El sargento Estévez nos puso firmes una vez más. Un instante de silencio fue el preámbulo a la lectura de las Reales Ordenanzas. Hablaba de no se qué de los derechos del cabo. Poco despuçes, nos mandó romper filas al tiempo de una voz ejecutiva.
Estévez era un hombre de unos cuarenta años. Le llamábamos Sargento Pollo porque todavía, pese a su cacareada experiencia, solía comportarse como un verdadero novato y, como tal, era desconcertante. Su estado de ánimo variaba como el cielo. Su paternalismo me ponía enfermo. Le odié de la manera que se puede llegar a odiar al progenitor.
El soldado Ramón Taña, habitual de bajos burdeles y conocedor exahustivo de ambientes, le vio salir semidesnudo a la calle ante las risas despiadadas de un par de putas. Muchas tardes podíamos verle completamente borracho en la residencia de suboficiales.

La hoja de servicios era tan reservada y timorata como siempre. Mi nombre aparecía con la ausencia de tilde en el apellido. Como siempre, una guardia asignada. Me apliqué por los brazos una crema contra el eccema. El simple roce de mi piel con el cetme, me producía picores horrendos.

Corrí hacia la formación que ya marchaba a desayunar. El comedor se encontraba a un kilómetro de la compañía. Un camino pedregoso se abría ante nuestros pies. A un lado y a otro se podían divisar las distintas unidades formando un pequeño conjunto de barracones muy bien alineados. Por supuesto. El cuerpo de guaredia era similar a un motel de carretera. A nuestro paso el cabo primero saludó a un teniente que, sentado en el umbral, leía con avidez una novela de Marcial Lafuente Estefanía. Pasamos delante de la bandera. Estaba en lo alto. Siempre en lo alto. Demasiado arriba, quizá. Parecía querer cubir todo el cuartel y envolvernos a todos...
Al atravesar el campo de jura, pudimos ver un pequeño montículo donde sel alzaba el polvorín. Rodeado todo él de alambrada, era custodiado por un soldado que, tristemente, cuidaba la puerta mientras era observado, con aburrimiento, por otro desde la garita. Era un lugar silencioso y solitario. Casi precioso. Una escasa vegetación crecía a duras penas en el borde del alambre y, una encina, era el espectador ideal del vigilante que, agobiado por el tedio, cantaba entre susurros lo primero que le ocurría. Otros compañeros se daban al onanismo, a  comer pipas o a fumar a escondidas. Yo solía emular a Hendrix con el fusil, con tal apasionamiento que, el relevo, a menudo me sorprendría hincado de rodillas en pleno éxtasis onírico musical.

El cielo se nubló de repente. Alcé la vista hacia él de forma arrogante. Saqué pecho y respire con homda satisfacción de desprecio instintivo.

Mi padre, después de comer, solía poner el consabido bolero. Encendía un puro de diez  duros y me hacía sentar frente a él. Yo sentía cierto asco de sus dedos amarillentos de nicotina. Lanzaba al aire bocanadas de humo y sonoros eructos con olorcillo a ajos fritos. Sus charlas, apostólicas en principio, se tornaban en palabrería indescifrable llena de tópicos paternos.
- Ya eres un hombre Faniqueto. Recuerda que todas la mujeres  son iguales por donde mean.
Me tocaba la cabeza con sus enormes manazas mientras su boca babeaba fibras de tabaco. De su bolsillo sacaba un pequeño libro de rimas y nos recitaba algunas que le habían hecho llorar en su adolescencia. Ebrio de sentimentalismo, me servá una copa de vino y me obligaba a beber. El tintorro me recordaba la boca sangrante de Cristopher Lee ofreciéndome una humeante copa de eterna juventud.
Sin que se diese cuenta, me iba a vomitar al baño.
Mi hermana Eva se encargaba del cuidado de mi madre sordomuda que, siempre, permanecía sebtada en un taburete de la cocina. Peregrinaba todo el día con ella y su asiento a cuestas por toda la casa: del salón al baño y de allí a la conica, donde permanecía hasta la hora de la comida. Mi hermana colocaba en sus pequeñas orejas los auriculares e, introducía el el walkman una cassette. A mi madre parecía gustarle Durutti Column. Siempre sonreía cuando empezaban a manar los primeros acordes de la guitarra de Vini Reilly.
Mi padre la ignoraba desde hacía mucho tiempo. Antes de nacer yo, según Eva. A ella le gustaba escribir poesías surrealistas que, en ojos de mi padre, al no conocer el significado, eran cartas de contacto con un imaginario y ardiente amante. Mi madre intentó hacer romances, sonetos y pareados, pero, no sirvió de nada. Yo fui concebido en medio de esta transición de vanguardia.
Eva trabajaba por la mañana de taquillera en el metro. Gracias a ella y a unos asuntos  eventuales de mi padre, entraba dinero suficiente en casa para permitirnos algún que otro lujo.- Yo me negaba a trabajar y ellos no me pusieron ninguna objección de su parte. Él me decía que yo sería álguien importante algún día. Que no tenía que rebajarme a hacer lo mismo que el populacho.

Nora siempre llamaba a la puerta a la hora de la sobremesa. Yo tomaba el teléfono:

- Hola chiquitin. Dile a tu padre que se ponga.

Nora anduvo con  plena libertad por toda la casa ante los ojos adormecidos de mi madre que, subía una y otra vez el volumen. Por la noche, mi padre cogía a Nora de la mano y, dando un beso en su gruesa espalda, cerraba la puerta de la habitación ante mis asombrados ojos. Mi madre, sentada en un rincón, dormía. Mientras, Nora dejaba caer su ropa al suelo y las manazas de mi padre, recorrían una masa de sangre, huesos, carne, piel: el cuerpo de Nora.

Cuando mi padre entraba en un profundo sueño, ella salía del habitáculo y, desnuda, recorría el pasillo hasta llegar a la hitación de Eva.
Quejidos, resuellos y susurros cabalgaban por toda la casa a esas horas de la madrugada haciéndome pasar más de una noche en vela.
Aquella noche, ebrio de ron, volví a casa sobre la medianoche. El camino se hacía eterno. Palmo a palmo iba tanteando todas aquellas paredes que no tenían ni fin, ni principio. Se me antojaba aprender de memoria todas las pintadas del trayecto. Me cansé enseguida porque no había ninguna de política.
Empezó a llover de forma torrencial. Miré al cielo pero no vi nada. Solo una mancha negra y amorfa. El agua me reanimaba un poco y pude seguir ell camino con cierta gallardía.
El último bar del camino estaba en penumbra. El camarero bostezante, hacía la caja con desgana. Me paré en seco y, comprobando que la lluvia era algo serio, empecé a correr por la avenida abajo. Casi llegando al portal, resbalé y fui a darme de bruces contra el contenedor de basura. Mi padre, con la cara ensangrentada y los auriculares puestos, estaba allí tirado. Extendido. Formando parte del conjunto y su traje del domingo lleno de lamparones.

El sol volvió a lucir de nuevo y un cielo raso era su escolta. La cara sel sargento Estévez me pareció más agradable y todo. Nos acostamos con el toque de silencio por la noche. El primer imaginaria daba gritos y el cabo primero nos recordaba el castigo  que suponía levantar a los novatos. Menudo chusquero estaba hecho.
Las luces se apagaron de repente. Saqué la botella de calimocho bajo la almohada y, me dormí, al poco tiempo, abrazado a ella.

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