viernes, 31 de agosto de 2012

NI TE CUENTO

EL DÍA DE LA MADRASTRA

Para Luisa, cajera del DIA, aquel día pudo haber sido como otro cualquiera. Pudo haber estado tan agobiada, sudorosa, neurótica con la gente, como cualquier día de la semana. Los chollos están ahí. Sólo es cuestión de montarse en el tren de la necesidad. De la penuria de los  700 euros al mes, gastos aparte.
"...se desplomó encima de un carrito."
Hoy en concreto, la sonrisa de  muchas gracias de Luisa, se disipó en un profundo grito de dolor al ver como sus manos estaban ensangrentadas,después de tocarse el abdomen.
Ripples apartó su semiautomática calibre 25, aún caliente, del punto de mira de la cajera. La mujer  se desplomó encima de un carrito que, Ripples, empujó  con violencia,  de un puntapie, al final del autoservicio dejando, tras de sí, una estela espesa de sangre a su paso.
Ripples rebuscaba en el interior de la caja registradora. Sacó un puñado de billetes viejos y los introdujo en el bolso. Se  remangó, un poco, la minifalda gris y, guardó, entre la liga, el arma al tiempo que, salía  cagando melodías del establecimiento.
El BX rojo estaba en la misma esquina. Con nerviosismo, intentó abrir la puerta. De repente, sintió un frío acero sobre su sien. Sudó por momentos y, el rimel rosa , se empezó a diluir intentando mirar de reojo a una  obesa mujer de sesenta años teñida de rubio platino que, la encañonaba con un impresionable Magnum.
- Métete dentro Ripples.- Gritaba  desfigurando su amplia boca emplastecida de un rojo y empalagoso carmín.
Se metieron dentro del coche y la obesa mujer guardó el arma en una bolsa de la compra a cuadros. Ripples aceleró el automóvil saltándose un par de semáforos a la torera que, por poco, les hacen chocar con un autobús que salía del cruce.
- Vaya susto que me has dado Marcela. - Dijo sin separar la vista del coche que tenía enfrente.
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Yo conocí a Marcela cuando era niña. Con solo diez años, no alcanzaba a comprender a esa mujer sebosa, grasienta y maloliente, que, se encargaría de la suplencia de María Fernanda, mi madre.  Ella  acabó tristemente debajo de las ruedas de la EMT. Intentaba huir de los municipales con una caja de tomates en las manos.
Mi padre, recién enviudado, se refugió en una oscura pensión de Antón Martíndonde me llevó, llorando, casi arrastrándome, por la acera. Se deshizo de todo aquello que le recordara a mi madre y, en el lote, se fue Grasita, mi muñeca de trapo a la que tuve tanto cariño.
En la pensión conoció a Marcela. No le costó trabajo sucumbir a su desmesurada dentadura amarilla que, reía cantando viejas canciones de Concha Piquer. Fueron años extraños donde lo que más recuerdo es ese olor a cocido madrileño y a chorizo frito que envolvía la casa. Marcela, en los fogones,  cocinaba para todos, pues, la patrona estaba inmovilizada en una silla de ruedas.
"se dedicaba a atracar fruterías y tiendas de frutos secos"
Marcela, también viuda, no tardó casi nada en caer en la cama de mi padre. En los momentos cumbres solía chillar como una loca. Si no la conociese bien, llegaría a pensar que, en esos clímax, Marcela entonaba, con cierta soltura, arias líricas.
Mi padre consiguió sacarme adelante a base de estampitas y tocomochos. Marcela, siempre tan impulsiva, se dedicaba a atracar fruterías y tiendas de frutos secos de la periferia de Madrid.
Siempre me traía algún regalo: unos pendientes de plástico, unas gominolas, algún calabacín. Pues, sabía que me gustaba comerlos crudos.
Mi padre se casó con Marcela después de cinco años de inusitada convivencia. Los inquilinos murmuraron constantemente el estado de eterno pecado en el que vivíamos. La patrona, después de  múltiples tentativas, dio un ultimátum para acabar  de una vez por todas con la mancebía. Un soleado día de primavera, se casaron en una pequeña parroquia de Vallecas.
Marcela, un par de días antes, robó con mucho amor, un precioso vestido de novia que le quedaba algo estrecho. Por primera vez se empolvó la nariz y se puso un poco de carmín en los labios.
Se fueron de viaje  a pasar el día a Toledo. Según me contó ella años más tarde. Nuestra complicidad aumentó con el tiempo. Mi padre la poseyó a orillas del Tajo con treinta y ocho grados a la sombra y un penetrante olor a barbacoa de sardinas.
Años felices en la pensión. La patrona se murió, entre dolores de barriga, por una salmonelosis mal traída. La pobrecita dejó todo lo que tenía a Marcela.
Por aquel tiempo, mi padre ya me enseñaba las artes de buscarse la vida. De enfrentarse cara a cara con el destino y de asumir las responsabilidades.
Mi primer atraco con él fue todo un éxito. Asaltamos una tienda de electrodomésticos. Necesitábamos una lavadora. Yo, en todo momento, conservé el pulso firme con el revólver en las manos. Él, mientras tanto, cargó con la lavadora y, al mismo tiempo, llamaba a un taxi. No puedo explicar  lo qué sufrimos para meterla en el vehículo.
Lo peor fue que, cuando más segura estuve de mí misma, cuando más firme estuve a su lado, el cabrón nos dejó, a Marcela y a mí,  con la boca abierta. Con los sentidos sangrando por él. Cuánto lo necesitábamos. Su ausencia fue el motivo suficiente para saber que le queríamos.
Mi padre cayó muerto al intentar atracar ,en una de las taquillas de las plaza de toros de Las Ventas. Un reventa enfurecido le metió un navajazo hasta el alma. Se ensañó con él repetidas veces dejándole tirado frente a un cartel de la Feria de San Isidro. Yo, semanas más tarde, di cuenta de ese hijoputa con un certero disparo en los cojones que le desangró tirado enfrente a un McDonald de Montera.
Marcela lloró como jamás la había visto llorar. Echó tierra al ataúd de mi padre. Casi al borde del desvanecimiento, me dijo que lo mejor sería que nos separásemos. Sin él ya nada tenía sentido. Ni siquiera mi presencia. Yo era él, me dijo. Que con uno ya tuvo bastante.
Me marché de su lado cuando vi que empezaba a restablecerse. Cuando ya empezó a comer por su propia mano y cuando volvió a asaltar supermercados. Me fui dejando cincuenta euros para que pudiese llegar a fin de mes.

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El BX rojo bajaba por el Paseo del Prado. Ripples, en un semáforo, sacó un kleenex. Marcela se reía.

- Hace calor. ¿Eh, jodía?
Ripples metió la marcha rápidamente y, mirando a Marcela a los ojos, dijo:

- Todavía estás guapa Marcela.

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Ripples era una niña cuando la conocí. Vino con su padre a la pensión. Estaba hecha una auténtica mierda callejera. Todavía recuerdo esa imagen de bulto harapiento con niña cogida de la mano. Les ofrecí un plato de cocido que sobró de la comida. Me acuerdo que Ripples sólo se comió la morcilla y el chorizo. Pobrecita. Cómo temblaba de frío. Por un momento supuse cómo sería una hija mía. Si sería tan mocosa como esa que tenía frente a mí. O si, a lo mejor sería tan consentida como esas que salen en las películas que, a veces, dan ganas de meterle un par de hostias.
Su padre era todo un caballero. Tan alto. Con ese rostro duro que sólo lo dan los días difíciles. Pronto supe que nos compenetraríamos bien. Él también era viudo, como yo. Además, trabajábamos en lo mismo. No me costó gran cosa seducirle una noche en su habitación. Me eché encima de él y no le costó nada ponerse a  un buen tono eréctil. Con las tres cuartas partes de pescuezo pelao que gastaba el  cabrón. Casi me atravesó de parte a parte. Cómo gritaba el condenao. Parecía uno de esos cantantes de ópera peseteros que  salían por la tele.
Por aquel tiempo, yo me dedicaba a las fruterías y a la alimentación en general. Elegía el mercado oportuno y daba un buen repaso por todos los puestos. Siempre volvía con la bolsa de la compra llena aunque, un  poco guarra, por la sangre y todo eso.
Ripples me esperaba siempre ansiosamente. Yo le traía algún regalito para que callase.  Ella, siempre me decía: Tú eres la más buena Marcela.
Pasaron muy rápido los años hasta que, se me inflaron las narices y decidí que teníamos que casarnos. Le dije que la patrona miraba mal nuestras relaciones y que teníamos que legalizar la situación.
Era precioso mi vestido de novia. Lo robé de una de las mejores tiendas de Serrano. Eso que me  dio problemas: la dependienta, no quería soltarlo y tuve que darle una patada en los morros.
La ceremonia fue emocionante y, lo mejor, fue muy corta. Yo no quería que nos diesen la plasta con lo de siempre. Vestida de novia y todo, robamos un par de estancos para costearnos nuestro viaje a Toledo. Fue uno de los días más felices de toda mi vida. Aunque hizo mucho calor, disfrutamos, como salvajes del entorno natural. De regreso, desvalijamos a todos los pasajeros que iban en nuestro vagón y, nos besamos delante de ellos. Al final del día, mi vestido llegó más negro que el sobaco de un mono. Pero, fui feliz.
" Un cerdo le arrebató la vida en la Plaza de Las Ventas"
A los pocos años, él nos dejó. Cuando más segura estábamos a su lado. Cuando las cosas empezaban a ir mejor. Cuando ya  pudimos ahorrar, un cerdo le arrebató la vida en la Plaza de Las Ventas. Y eso que siempre odió a los toreros. Él, como mucho, era del Atleti. Me cagué mil veces en los muertos de ese bastardo que se llevó lo que más quería. Menos mal que Ripples se ocupó de él más tarde. Si hubiese sido yo, le hubiera arrancado las tripas con las manos.
Me deprimí mucho con su muerte. Ya no quería saber nada de nadie. Apenas comía y, apenas salía a la calle. Ripples cuidó de mí con dulzura y rigidez pues, tampoco es mujer de empalagos. Me ayudó mucho pero, ya no era la misma. Necesitaba estar sola. La sombra de él pesaba demasiado sobre mí y vi en Ripples un estorbo. Le dije que tenía que marcharse. Jamás dije a Ripples que yo rescaté a Grasita de la basura.

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Iban por la calle de Atocha. Marcela se abanicaba con fuerza. Ripples ya no sonreía. Un conductor adelantó por la derecha y Ripples le lanzó un expresivo corte de mangas. Marcela sacó del monedero un billete de veinte euros y lo incrustó en el escote de Ripples. Después, besó la mejilla de la muchacha. Ripples se puso las gafas de sol y, sin mirar a Marcela, dijo:
- Te quiero mamá

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