viernes, 16 de agosto de 2013

NI TE CUENTO

JUEGOS EDUCATIVOS  ( LEARNING TO FLY)
"Sobre el planeta en un ala y un rezo
mi mugrienta aureóla, una estela de vapor en el aire vacío.
Veo mis sombras volar cruzando las nubes
fuera del alcance de mi vista" (Pink Floyd-Learning To Fly)



1989
Me vio sudar tinta en un examen final y, parecía reírse de todo aquello que le rodeaba. Su aire serio y circunspecto me producía un ligero temblor en la mano cuando cogía el bolígrafo e imprimía todo aquello que me gustaría poner para que, su gesto, cambiase amigablemente. Encendía su pipa y, con grandes succiones, nos llenaba el aula de una pestilencia campestre. Veía como algún insecto volador se metía en la urdimbre de su barba.
Solía mirar nuestra hoja meneando la cabeza en un ademán despectivo ante cualquier punto o coma descarriado o inexistente.
"Alcanzar el sol en un vuelo de tristeza desdeñosa..."


Se acercaba a Maru. La tierna y angelical Maru. Con perfectísimo disimulo, ojeaba limpiamente el generoso escote de la chica que, suspirando, remachaba aún más sus dos aprobados. Él subía al estrado para leer el periódico que era siempre de un día anterior y, con cierto recato y disimulo, introducía su dentadura postiza en un vaso de agua. Por lo visto tenía las encías en carne viva y, no acababa de acostumbrarse. Le vi tan indefenso en ese momento que, no pude contener una pequeña risa.
Se protegía el rostro con el diario y nos observaba por encima del título. Advertía la importancia de no copiarnos los unos a los otros. Pedro Medario, el empollón oficial, llenaba folios con elucubraciones mecánicas justamente metidas en un pragmático criterio.


Sentí un poco de tristeza por aquel ser indefenso de labios entrantes y decidí no copiar de nadie el Reparto de África. Mi conciencia me lo agradecería. Al fin y al cabo, él se hacía respetar y jamás formó parte de ningún claustro anodino que celebraban sus colegas con espasmódica puntualidad. Daba por buenas las decisiones lanzando al aire pequeños aviones de papel que él mismo hacía con trozos de folio. A veces, se pasaba largas horas a la luz de un ardiente flexo intentando relajarse con lecturas de Hesse y Schopenhauer. Lo que realmente le tranquilizaba era hacer esas pequeñeces con papeles de colores que doblaba con inmensos intervalos entre cada uno de ellos. Sus manos temblaban de pesada edad y, las arrugas de su frente, se iban hundiendo en un pozo de lamentos nocturnos que le desvelaban en la espesura de sus pasadas vivencias de  salvaje juventud.

Una navidad fuimos a su casa de la sierra. Conmigo vinieron Pedro Medario, Maru, el Rata y el Patato.  Su enmarañada barba dejaba al descubierto una sonrisa que noté sincera y cordial. Nos abrió de par en par su refugio bucólico adornado con agreste sensibilidad. Su habitación estaba llena de libros ordenados con parsimonia y refinado cuidado. La estancia era un hermoso arcoiris que nos saludaba desde el interior.  Era un vetusto rey que, tal vez, buscaba afanosamente la olla llena de oro que debería estar al final de tan fantástico camino.
Nos reímos con los chistes de Pedro Medario y Maru entonaba alguna cancioncilla ligera en la letra y el contenido. Él encendía la pipa llenando nuestros espíritus primigenios de ese olor a pajar y a corral. El Rata tosía irónicamente y  El Patato se marchó de allí sin contemplaciones.

Por esos libros llamativos pude deducir que la papiroflexia era para él algo más que un relleno en el monótono tiempo de exámenes. Los tomos se podían contar por decenas. Todos distintos. Todos contaban algo distinto sobre esa extraña afición. No podía imaginarme que hubiese tanta variedad sobre un tema, aparentemente, minoritario.
Nos llevó a otra habitación  anexa más iluminada y alegre que la anterior. Pedro Medario recitaba en voz alta algunos versos sueltos de Espronceda pero no le hacíamos ni puto caso. Tampoco Maru se sintió herida por los certeros mandobles a la estética decimonónica. Allí había innumerables figuras de papel. Centenares de figuras se agolpaban en una recargada exposición  que guardaba el orden establecido. Se iban vislumbrando animales prehistóricos. Fauna africana, pajaritas descabezadas, casas ramos de flores sin olor y aviones. Había aviones guardados en un cristal que protegía celosamente. Según él, solo volaron una vez de prueba. Los que no pasaban esa prueba, se quemaban.
Algunos realizaban torpes bucles aéreos por culpa de una inusitada rapidez. En poco más de media hora le vi hacer más de cincuenta modelos diferentes. ¿Cómo era posible que este hombre tan serio y trascendentalmente solitario, se dedicase a semejante ñoñez? Pensaba mientras revolvía entre aquellas insulsas figuras de un amarillento papel.
Mis compañeros se marcharon en cuestión de minutos. Yo me quedé allí plantado y sin nadie que me regara. No sé a cuento de qué estuve allí mirando fijamente esas maneras volátiles.
-¿Te gustan mis aviones?
Me dijo mirando mis minúsculos ojos con una sonrisa forzada.
- Sí. No he visto nada igual en toda mi vida.- Mentí.
- Pues estás contemplando toda mi vida.

Sus palabras me llenaron  de  un vacío insoportable. El ser mi profesor de Historia no le daba derecho a hacerme pasar por semejante humillación. Siempre he tenido un miedo atroz a esos espacios de silencio. Casi más que a la misma muerte.
Perdido. Hastiado y sin nada que decir, me ruboricé al no saber lo que pensaba realmente de mí. Pensamientos inciertos me invadieron aunque traté de calmarme. Él volvió a encender su pipa haciendo creer que  yo le importaba una mierda.
Tomó de una de las estanterías una pequeña urna metálica enmohecida por el mal uso de los años. Esos mismos que corrían por nuestra cabeza ocasionando erosiones de memoria. Esas mismas cataratas que estrellaban nuestras barcas contra las rocas.
Sacó del interior una pequeña figura aérea de cristal y me la puso en las manos con delicadeza. Era una figurilla que se asemejaba fielmente a los traviesos avioncillos que tanto amaba.

Me lo imaginé sentado en la sala de espera de un gris hospital público. Doblando pacientemente el papel dorado de una cajetilla de Marlboro  mientras su hijo veía la luz por primera vez. Él no tenía hijos, naturalmente. La imagen más fiable sería de un bar en un atardecer haciendo pajaritas de papel con las servilletas encima de la barra. De paso, empañando con abundante cerveza los sueños napoleónicos imperialistas. Quizá fuese en aquellos baños malolientes donde encontró la figura cristalina volátil.

El Patato o El Rata habrían salido corriendo  llenos de un escalofriante estupor cuando la habitación donde estaba se coloreó con una potente luz azulada que manaba del cristal que, mis manos aún sostenían. No pude cerrar la boca ante la magnitud del fenómeno. Durante unos segundos mi mirada se inmovilizó sobre esa fuente de color. El hacía  volar sus apasionados dobleces por todo el habitáculo. Extendía lentamente su brazo derecho y, con un leve impulso, conseguía las más bellas acrobacias. Los rizos más elegantes y los picados más emocionantes. El resplandor iluminaba todas sus facciones y, se reía escandalosamente. Con un chasquido de sus dedos, las paredes que la habitación se abrieron por completo.

"Señoras y señores tienen ante ustedes un espectáculo culo único en el mundo. Por vez primera aquí, nuestras gloriosas fuerzas aéreas nos van a deleitar con sus peligrosas acrobacias. Podrán contemplar, si miran al cielo, un entramado bellísimo de F18, Phamton F5 y F16. En este momento escriben en el aire su saludo. Unas imágenes verdaderamente inolvidables. A ver tú, el del ala izquierda. No te separes del grupo. Creo, señoras y señores que algo no va bien del todo..."

Me envolvió una cortina de humo y llamas. Vi su silueta en medio de la explosión. Le llamé a gritos pero solo percibí el olor a vaquería de su pipa que, lentamente, se disipaba con el aire.

"Creo, señoras y señores que algo no va bien del todo..."
Las paredes se volvieron a unir y su mano me tocó la cabeza para que prestara más atención. Sabía que no estaba en clase pero, le gustaba compartir sus secretos y, por lo tanto,  pedía un mínimo interés. Yo, para ser sincero, el interés se había marchado hace tiempo y se llamaba Maru. La tierna y angelical. Ahora se estaría quitando la ropa. Quizá se pusiese ese body rojo imaginario con que  la vestía y desvestía todas las noches.

Me volvió a advertir que no me volviese a despistar por los intrincados caminos de mi mente. Bajamos a un sótano bien iluminado lleno de fotos  rancias y de ingrávidos avioncitos. Jamás pude suponer que le sentarían tan mal los pantalones bombachos que lucía en una de las láminas grises. Realmente, hacía que mi vista se dirigiese hacia el potente bombardero que posaba a su lado.
Cada vez  me fui interesando más por ese pájaro de alas cortadas que, creo, volcaba en mí sus frustraciones. Rara vez aparecía en las fotos con su difunta esposa. Yo me la imaginaba gorda y dulce. El haría buena pareja con las obesas. Es algo bien asentado en la tierra. Inamovible. Lo que sería la horma de su zapato. Él la quiso. Estoy seguro. Aunque eso de estar cambiando mucho de domicilio no sería bueno para la vida conyugal. Lo que pasaría- imagino- que ella se entregó a un ser grasiento y sudoroso que pagó en metálico el derecho de pernada. Son cosas que nadie sabe  pero que, están en boca de la mayoría. Posiblemente a él, le dolería mucho el engaño y se volcó en acabar la carrera. Desde entonces, no  conocería más compañía que esos papelotes que vuelan sobre su cabeza día tras día.

Me enseñó algunos dobleces secretos que perfeccionaba con el paso del tiempo. Su misterio consistía, precisamente, en la sencillez de movimientos. Él encontraba la medida exacta del papel, la perfecta simetría es el acabado de las alas y, esos vuelos... Esos vuelos maravillosos que le ensimismaban y, a mí me dejaban, un tanto indiferente. No así, el bello cristal que acariciaba en mi bolsillo. No sé si llegó a iluminarse pero yo así lo creí.

"Gracias a esta tecnología los ejércitos del aire  dispondrán de mayor agilidad, potencia, precisión y facilidad operativa de un tamaño, un precio moderado y un mantenimiento más barato. Ponemos nuestra amplia experiencia en materia de aviones de combatedemostrando de nuevo hoy nuestro dominio en las tecnologías del futuro."

 Cientos de folletos como éstos ardían en su chimenea. su fuego era el interludio  de una monotonía orquestal que azotaba a sus pensamientos. Le llamé en voz alta pero no contestó. Sus ojos, cansados, eran dos faros antiniebla perdidos en el sonido exasperante de la lumbre. Al rato dijo algo:

- Es ya muy tarde para que estés aquí. Vete a casa.

No me dio mayores explicaciones. Su tono seco y concluyente contribuyó a mi partida casi forzosa. Me hubiese gustado estar allí más tiempo para husmear en sus cajones y en los armarios. Seguro que hubiese encontrado cosas sorprendentes. Ya me  negaba a aceptarle como un ser vulgar serio y engominado. Así me lo pagaba. Me tenía que ir con su desprecio y con su olvido pretencioso y senil.
En el instante de cerrar la puerta empecé a oler a quemado. Mis incuestionables facultades olfativas se sintieron halagadas al sentir la inhalación de un espeso humo que fluía del umbral. Intenté volver pero era inútil. La puerta estaba, realmente, cerrada a cal y canto. Corrí en busca de un teléfono y, en mi camino, una aparatosa explosión me tiró al suelo. Vi como una potente llamarada azul ultramar se extendía hasta el cielo perdiéndose en la altura. Miles, millones de aviones, ligeros circulaban alineadamente por la autovía cromática. Eran acogidos afablemente por las  estrellas dispersas que presidían esa noche  que auguraba el fin del verano. Yo me sentí un huésped inesperado y quise volar hacia ellas. Gozar del viento que remuevo a mi paso y alzar la mirada más allá del ocre  horizonte. Forjar un camino desde mi perspectiva aérea y comprobar que un acantilado es algo más que un final folletinesco. Alcanzar el sol en un vuelo de tristeza desdeñosa.
Me acordé del avión cristalino. Lo saqué del bolsillo y, de repente, se fue derritiendo en mi mano como si fuese un témpano de hielo. Se convirtió en gotas azules que se caían al suelo dejando a su paso una estela brillante y cristalina. La tierra acogió con generosidad el nuevo fruto. Como consecuencia de la unión surgió un pequeño árbol que, aún hoy, riego semanalmente. Es un árbol firme en las raíces que mira al cielo sin pudor.

Aquella noche me costó conciliar el sueño. La casa de la sierra desapareció sin dejar rastro de su asentamiento. Yo me entristecí al no poder preguntarle alguna duda sobre el exámen final que, inevitablemente, suspendí. Septiembrees, para mí, algo más que una película de Woody Allen



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