sábado, 11 de diciembre de 2010

DESDE MI DISCAPACIDAD, HOY.–V.3.0- Edición mejorada -

Por una serie de circunstancias me ha tocado tener una existencia con una referencia constante, permanente, impasible e inalterable para mejorar: soy un discapacitado con capacidad fiscal que me permite desgravar en el impuesto sobre la  renta.

A lo largo del tiempo este término se me ha aplicado de forma más o menos benevolente, más o menos indulgente o con su puntito de mala leche… y para ello se han localizado términos acordes con ciertos comportamientos, situaciones, obligaciones o tentativas contra el honor y la gloria.

En la tierna infancia, antes de la fatal ocurrencia, quise hacer camino al andar pero aún no llegó el momento; fue un intento prematuro dado que mi centro de gravedad estaba demasiado bajo y mis piernas eran demasiado cortas que solo me permitían rodar antes que andar: ya fui un auténtico “torpón”.


El médico rural y, posteriormente el urbano, se empeñaron en llamarme “poliomielítico”. Semejante palabra nunca la escuché en la casa de mis padres, por razones obvias.  Aquello no lo entendía nadie. Para los amiguetes, sencillamente era el “cojo”, y para ciertos ambientes vecinales siempre fui “el cabrón del cojo”. La lucha cuerpo a cuerpo fue la táctica de mi supervivencia en el barrio, dado que no podía correr para alcanzar a nadie, pero cuando lo conseguía era presa fácil: lo tiraba al suelo y aplicaba el arrastring; término utilizado también por la “madera” (léase pasma, los grises, las lecheras, etc.) en aquella época de represión y racionamiento (de racionar).


Los términos “paralítico” e “inválido” fueron llegando poco a poco. Época aquella de rumores y falacias, nacidos en el seno de la propia familia, intentaron formar cuerpo por el este de Vallecas, nuestro dominio. Me refiero a que ser paralítico podría ser algo atrayente, con glamour, por decirlo de alguna manera, aunque lejos de alcanzar el pleno de la atracción (repito: atrayente que no atractivo); entro en el tema: mi madre, como ya he dicho, forma parte de mi familia y desde esa atalaya explicaba a todos los preguntones que lo mío fue la “paralis” que me dejó seco  desde los pies hasta la cintura. ¡¡¡ Mentira y gorda !!!. La “paralis”, maticemos, no se comió partes de mi cuerpo que el tiempo ha permitido corroborar y la naturaleza desarrollar. Casi prefiero no seguir con el tema porque me pongo de los nervios cada vez que recuerdo que tenía que demostrar quien meaba más alto.
 



 












Comencé a convivir con “inválidos” cuando vi por primera vez el mar. Tenía nueve años y gracias a aquello que se llamaba Auxilio Social, ese año y los siguientes, nos trasladaron a un montón de víctimas de las víctimas hacia destinos dirigidos a lejanas colonias de concentración “de verano” en las que, durante dos meses, convivíamos indistintamente los iguales y con los diferentes, los válidos y los inválidos, los políticos y los apolíticos; todos con el mismo ritmo, marcado con los sones de la milicia (falange se llamaba) y el clero; con la atenta mirada del alférez provisional y del cura secuaz que, armados con un látigo, no permitían que las filas se rompieran, ni que los ánimos flaquearan, aunque los inválidos tuviéramos que arrastrarnos hasta los acantilados para disfrutar el aroma de aquello tan inmenso que le llamaban mar, hasta la llegada de la cena y sin capacidad de poder analizar el motivo de esa puta existencia





La palabra “disminuido” la vi por primera vez en un impreso de la Seguridad Social, haciendo referencia a mi nueva categoría. En este impreso se le reclamaba a mi padre la hermosa cantidad de sesenta mil pesetas de cuotas indebidamente cobradas a causa de mi “disminución”. No daré más detalles de mi padre, fallecido hace unos años, por si la cosa no está del todo prescrita.


Cuando empezaron a llamarme “impedido” ya se vislumbraba un cierto matiz técnico en la calificación. Esta palabra se utilizaba para decirme que no sólo era un impedido, sino que además estaba “exento”: Exento de la gimnasia en el cole y exento de la mili (en este caso, en el de la mili, también me llamarían “inútil” por aquello de las ordenanzas militares, la terminología al uso y los buenos modales, de todos conocidos, en el ámbito castrense).  En este ámbito, de alguna manera, empecé a mostrar mi libertad para eximirme de ciertas prerrogativas y obligaciones; pero realmente a mi me habría gustado que me miraran como insumiso, objetor, pacifista, anarquista…, pero no, fui sencillamente exento por impedido e inútil.

 











En aquellos años (muchos años) estaba de moda un modelo de pseudointegración social que abarcaba ciertos gestos para poner de manifiesto que algo había que hacer con estos seres que parecen salidos de una auténtica parada de los monstruos (recomiendo la peli).
Cuando llegó el momento de aportar algo más a la economía familiar aún me encontraba a gusto disfrutando de los libros y los tebeos y, a la vez, estudiando poco a poco lo que el sistema educativo me ofrecía. La oficina de empleo me enviaba de aquí para allá, hasta que alguien comprendió mi situación de “minusválido”. Ya era un “minusválido”. Conseguí el puesto de trabajo sin gran dificultad. Presumí de una magnífica preparación académica  que me lo permitió (así lo creía). Pero un maldito examen de conciencia, muy a posteriori, me puso en mi sitio ya que la prueba psicotécnica me la realizó un clónico mío y el empresario de turno me contrató no por mis “enormes facultades”, sino porque al ser cojo (léase minusválido) no me movería demasiado de mi puesto de trabajo, con lo que el rendimiento sería mucho mayor y además no tendría que hacer la mili. 

 
Especialmente emotivo fue el momento en el que recibí la carta certificada de la Comunidad de Madrid, comunicándome que soy “Persona con movilidad reducida”. No pude evitar una profunda emoción y busque desesperadamente al funcionario o al político de guardia, de tamaña inteligencia, para agradecerle su gran sensibilidad. Me había calificado como “persona” sin conocerme de nada, porque lo de la movilidad reducida, es algo evidente.


Mucho antes de adquirir la ordenación de “discapacitado” puedo asegurar que he sido lo suficientemente afortunado para orientar el resto de mi vida de una forma ajena a todos sus seudónimos, aquí analizados. Así, contaré que en uno de los interminables ingresos hospitalarios, sometido a múltiples ensayos quirúrgicos -  experimentales que tuvieron que sufrir mis piernas, conocí a mi discapacitada.




Puse en el asador toda la elegancia que durante años había acumulado gracias a las enseñanzas de los cantautores de la época y de los existencialistas alemanes y franceses, de finales del XIX. Es decir, “chulo” que te cagas. Pero esa palabra prefiero omitirla porque no me encaja como sinónima de las anteriores. No supe qué decir. Ignoraba en qué estado de todos los anteriores se podría encontrar ELLA. Y eché mano de Benedetti, cuando escribía aquello de: “no más rodeos, prefiere que la bese a quemarropa…”

Mi rincón del recuerdo permanente, lo preside su primera mirada y su inigualable sonrisa. Qué poco esfuerzo tuve que hacer para decirle: te quiero; qué poco esfuerzo tengo que hacer para decírselo cada día.



El tiempo nos ha premiado con nuestra hija (ella es el complemento ideal para la poca cordura que existe en esta familia, llena de sinónimos). La hija: tratando de aportar algo que le dé sentido a su vida, la hemos pillado localizando otros sinónimos…desarraigo, emigración, malos tratos, deslocalización, injusticia social. Sus niños, esos que la aportan cada día un poco de vida, son los que le recuerdan esos otros sinónimos de discapacidad.



 








A veces no nos creemos discapacitados, aunque paradójicamente sintamos orgullo de nuestra cojera, o de pertenecer a un colectivo diferente injustamente tratado, pero generador de causas e inquietudes que nos permite asegurar que cuanto más nos margine la sociedad, más riesgo asume de tener que soportar de nuevo, historias como ésta.

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