lunes, 27 de diciembre de 2010

JOYAS LITERARIAS JUVENILES

LOS CRISTALES INTERIORES

Murió en la estación en la cual las hojas dejan su hogar y la resplandeciente juventud es una vela de pequeña mecha que está en una oscura estancia. La ventana de su habitación, siempre abierta a una estrecha calle, amablemente cortejaba a la luz que, sacaba a bailar a la tristeza del hogar. Tan seria, tan circunspecta, tan entrañable.
Su vida fue la perfecta amante de un poco de cianuro disuelto en un tazón de chocolate con churros. Esas porras que llenaban la casa de un aroma penetrante y pesado de aceite hirviento. A veces le hacía vomitar el tragar deprisa. Se introducían una y otra vez en el bol transformándose en armas mortales. Como un faquir, como un número de circo transnochado. Comía la crujiente masa de harina con gusto y deleite.
"Qué buenas están. Eduvigis, eres un sol".
Y se quedaba tan tranquilo. Tan complacido consigo mismo viendo caer una fina lluvia vaporizada otoñal. La brisa fresca arañaba las ramas de los chopos y chocaba en los cristañes. Él la llamaba con la nariz pegada. Su rostro era una sola mueca de asombro. Una exaltación de expresividad humana.

Pasaba tardes enteras encerrado en la biblioteca municipal. Dando tumbos entre Stevenson y Joyce. Imaginando lecturas que no entendía del todo y que él, modificaba con la imaginación.
Eduvigis venía a esperarle cuando, cansado, dormitaba amigablemente sobre la mesa y el último lector, ese, tan rezagado y sombrío, ya se había marchado. Ella le quitaba las gafas con quietud, besándole la frente y los labios.La fluorescencia de la sala se sumergió en la seductora influencia de la claridad de una farola que entraba por el ventanal oxidado. Eduvigis, sentada frente a él, buscaba con los dedos, las venas del brazo izquierdo extendido. Sus manos eran pequeñas y ajadas por las inclemencias del tiempo. De su tiempo. Uñas recortadas, pulcras y escrupulosamente aseadas, adornadas con un color púrpura. Dando un tono vitalista a la palidez empolvada que escondía las facciones de una pasada ovación. Un telón cayendo y un monólogo estremecedoramente emotivo. Arrancando la creación de las entrañas parturientas del idealista literario.

La jeringuilla fue al suelo dejando tras de sí unas pequeñas gotas de sangre. Limpió el brazo de Eduvigis con un algodón empapado el alcohol y puso un cigarrillo en su boca.. Eduvigis miraba al ventanal. Veía la proximidad de las montañas desde una perspectiva más clara. Su voz adquiría forma material. La noche abría, de par en par, su constante voluntad de contemplar la evolución de un angel caído a la luz de crespusculares reflejos de sí misma.

Un vestido de novia blanco albor. Una papelina escondida en la liga  esperando el ritual final . Las vidrieras de la catedral estremeciéndose ante la musicalidad envolvente de un órgano: Tristes transparencias representativas de un pasado de penumbras. Miedo y una continua meditación espiritual. La misma que trajo, hace tiempo, el fallecimiento de Berta. Dulce y menuda criatura de ojos negros y almendrada faz.
Eduvigis volvía a verla con sus blancos bracitos extendidos. Balbuceando el parentesco. Babeando amor por su boquita. Cogiéndola por la cinturita recompensaría sus ansias de vivir. Él la acercaba a la ventana y contaba hermosas historias  de viajes marítimos y lugares de más allá del horizonte trazado por nuestros ojos. Berta se dormía en su regazo, con los visillos en la mano, comtemplando las vivencias en suelos desde una pueril mirada. Decidió cúal iba a ser su ultimo amanecer sin que sus padres se enterasen. Al hacerlo, los cristales, se llenaron de un frío y humedo vaho que, parecía emanar de sus corazones. Como si su alma de hubiese quedado prendida entre aquellas cuatro paredes de hormigón.
 Aún Eduvigis percibía el fresco aroma de la colonia de baño. Revivía el contacto de su mano con la divina y tersa piel de su hija que, chapoteaba alegremente en la bañera al son de una canción de guerra que él entonaba con seriedad. Hablaba de amores imposibles, de milicianos, de como la guerra les separó y, la supuesta victoria sería su eterna unión. Se reía y, con ello, también arrancaba la sonrisa más dura de su padre. Lo que mil batallas no pudieran jamás conseguir, un segundo de cariño, era suficiente para romper barreras emocionales.

 Cada aniversario solía pasear sólo por el jardín de la casa y, en su honor, volvía a rememorar  la tonada militante con la misma pasión con la que su hija la había oído. La cizaña se cebaba en los  escasos metros cuadrados de zona verde de la mansión. Hacía muchos años que el  último jardinero pasó al olvido inevitable de las sombras. Ni siquiera la fuente de piedra, esa que mostraba uan sentimental desidia, era motivo de ilustración. Él pasaba largas horas allí sentado, hablando en voz alta, como si fuese la última alternativa teatral del planeta.
Eduvigis, al caer la tarde, salía a llevarle una manta y., sobre la cizaña, los jacintos, los crisantemos y los efectos de la ultima dosis, se amaban con un  fanatismo inusual. Parecían depositarios  de una fe ciega en un futuro que no existía. El viento acariciaba sus cuerpos desnudos con delicadeza y la manta  se hechaba de menos en esa situación. Eduvigis murmuraba algunas tímidas palabras inconexas que él entendía como delirios de pasadas interpretaciones. Algunas famosas frases de clásicos. Algún refrán manido  si acaso.
Eduvigis heredó de tía Engracia la mansión y  un refinado gusto por loss placeres artificiales. Muc hos días se perdía por la casa buscando fotos añejas en los desvanes y los mohosos arcones sempiternos. Sólo encontró algún óleo mediocre de paisajes de su primo Marcial. Un ser menudo y paticorto que le enseño los placeres naturales del cuperpo en aquel tiempo.
Gustaba accompañarle al campo abierto. Marcial inocentemente, embadurnaba su cara de pintura y, ella, daba vida a esa mujer fatal de celuloide que, siempre, acababa mal. En su muerte simulada, tenía que parar las inexpertas manos de su primo que se perdían por su blusa desteñida y que le hacían sentir un nosequé  que asustaba y obsesionaba a la vez. El Primo Marcial acabó sus días en un frío hospital entre blancas sábanas y concupiscentes enfermeras. La despistada gangrena encontró en él una débil voluntad de lucha. Sus concesiones iban en aumento. Eduvigis vio en su rostro terminal una aptirud clara de rechazo a todo. Era feliz. Expiró con la sonrisa de un chiste póstumo ocurrente sobre los curas.
Eduvigis notaba que todo su mundo se iba desmenuzando en un rallador de edad. Fueron desgracias seguidas e imprevistas. Serguía buscando por las habitaciones, pasillos y balcones alguna lámina estampada. siempre acababa con la goma atada al brazo. Extasiada después, él la recogía y la llevaba al dormitorio marital. El dosel se movía bruscamente al notar el cuerpo compacto de su dueña y señora. Eduvigis entraba en un profundo sopor y hablaba febrilmente. En una habitación anexa, él terminaba bebiéndose una botella de licor de manzana. Tan típicas, tan dulces. Tan extraordinariamente sugerente le parecía todo cuando llevaba la mitad que, su sombra reflejaba en la pared, era un galeón español perdido en aguas antillanas. Buscaba fervientemente un tesoro escondido por piratas barrigones en paradisíacos islotes luminosos. Antesales vírgenes de los más  pacatos colonizadores. Soportar un motín a bordo no era cosas fácil y más si te convierte en improvisado naúfrago. Sólo, asiendo fuertemente un madero carcomido llega a la isma pero, prefiere buscar otra más de su agrado y, se interna, de nuevo en el mar, de nuevo, en el mar.
Los vapores del alcohol llegan a un campo de batalla yermo y desolado. Las trincheras son un dulce hogar sin televisor. Las sirenas antiaéreas son la melodía perfecta del más virtuoso presentador de concurso sangriento. Obuses atronadores a uno y otro lado. Es la percusión perfecta de ritmos tribales riberaños al amparo de fiestas populares. Boom, Boom. Un poco de metralla en el brazo. Boom, Boom. Le llevó a casa antes de tiempo. Boom Boom y al altar sin demora.

Abrió el balcón a la incipiente lluvia. Se mojó la cara con desconsuelo. Preparó, en un cuenco, un poco de chocolate que, al poco rato, empezaba a hervir. Formaban burbujas contestatarias y reivindicativas. Burbujas grandes y tempestuosas que contemplaba como si fuesen un oráculo, una misteriosa saga norteña. Ecos de voces eclesiásticas en el entierro de Berta, tan dulce. Su último beso amargo en frías mejillas antes de cerrar su pequeño féretro. El autamisto sacerdotal no comprendía que era su hija. Su añorada Berta. Eduvigis no asistió. Se dedicó a calentar porquería en una cucharilla lenta, muy lentamente.
Tía Engracia le susurraba al oído tiernamente y, ella lloraba.(Tengo una muñeca) Todos los domingos aistían a la misa de las doce sin faltar ( vestida de azul). Tía Engracia guiñaba el ojo a Humberto, el jardinero ( con su camisita y su canesú). Después torcía la mirada y, su contemplación mística se extendía por el templo ( la saqué a paseo). Una noche oyó rechinar con violencia el dosel ( se me cosntipó). Eduvigis pensó que era tarde para que su tía discutiese problemas de Botánica ( la tengo en la cama con mucho dolor).
Tumbado en el lecho, apuró el tazón y lo colocó encima de la mesita de noche, junto a la bandeja de las porras. Con un pie rompió uno de los cristales de la angosta ventana. El viento, entrando por la abertura, emitía un sonido cavernario, profundo y gutural. Le llamaba desde una dimensión insondable. Se deslizó de su mano la cajita del cianuro que se extendió por la alfombra. Su boca era un conglomerado de sabores que luchaban entre sí por llevarse el premio del aliento exterior. Fundirse con el ambiente y desaparecer. Pero, antes hay que necer, y no siempre es tan sencillo. Se arropó con una manta y, su vista se perdió en una foto enmarcada que presidía la cama.
Él, arrogante y soberbio. Proclamado jotero mayor de las fiestas, enseñaba una amplia y ridícula sonrisa forzada. Las manos en la cintura y una cara de repelente niño Vicente con las pequeñas lentes de aumento. Sacó a bailar a Eduvigis. Lo suyo era el vals. Pero fue la ocasión propicia para la declaración y de alguna malsana intención calenturienta que acabó en el coche. Ella era tan pura que él temía viciarla con sus manos. Quería guardar una imagen así en su mente. Imagen que se fue desvirtuando de forma progresia como la voz en el vacío.
 
Eduvigis entró en la habitación apoyándose en las paredes. Se abrazó a él como una endemoniada. Le besaba y acariciaba con natural  pasión. Sus ojos abiertos eran ya dos puntos fijos e inertes en la historia personal de Eduvigis. cerró la ventana y salió de allí recogiendo el tazón y la bandeja de la mesita de noche.
(19-11-1988)

Ilustraciones. El Maestro Will Eisner 



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