martes, 3 de julio de 2012

JOYAS LITERARIAS JUVENILES

PALOS DE CIEGO
                                                         Basado ( algo)  en hechos reales

"Hoy una tarde cae sobre mí.
Me dan ganas de estornudar.
Puedo percibir la invisibilidad
de una triste histeria por vivir"


Rastreaba la acera en un intento cotidiano de sentirte inmerso dentro de una multitud tan lejana y tan normal. Tan sonora y abúlica. Es una sensación tan especial. Todos intentan dejar a un lado su hipocresía reiterativa y, por un momento, se sienten grandes hombres haciendo grandes obras: La buena acción del día. Sentirse homologado en la ortodoxia de las buenas conciencias.

- Iguales me quedan..Sale esta noche a las nueve.

Hablas al centro de la tormenta. Sientes extrañas vibraciones que desdeñas por desconocidas. Tus manos tiemblan al arrancar los cupones amarillentos. Esos buscadores de fortunas imposibles, siempre al acecho. Dando conversación de forma nauseabundantemente tópica. Intentan ganar tu amistad de folletín televisivo. Tan conmovedora y lamentable. Hablas y entiendes. Pareces comprender sus penas y desdichas que, día a día, te van enumerando de forma ordenada. Con detalle. Recreándose en el morbo del asunto. Eres el profano confesor de la estupidez y la frustración.

- Me quedan para hoy. Los de la suerte...

Palpas en el interior de tu bolsa de cuero negro y sacas un gran bolsón de palomitas de maíz. LAs comes con deleite. Despacio. Sin importarte que los demás te vean. Sin ver la importancia de los demás en su mirada.
Notas como el talego va pesando más y los cupones se van esfumando uno a uno. Tira a tira. Algunos piden un número en espacial, de forma obsesiva. Todos los días. Otros te recriminan por no darles la suerte. Como si eso perteneciera al patrimonio particular de alguna élite. Todo esto no hace más que confirmar tu teoría: Los videntes están dopados de formas paranoicas.

Ana Coreta, tu hermana, siempre viene a recogerte al metro. Ella, mujer de formas duras. Curtida por un imaginario origen grecomediterráneo, nos asoma a un mundo voluptuoso de formas cadenciosas y decadentes.
Frente al espejo mueve su torpe cuerpo al son de alguna orquestina cabaretera ebria de marcha. Cuando duermes, ella toma tu blanco bastón y emula a las coristas de esas. Con mucho plumerío. Con movimientos sísmicos. Con ojos de perversa. A veces, sin querer, el bastón rozaba la entrepierna y sentía un estremecimiento singular. Al principio peyorativo y, después, sublime y celestial.
Por las noche, después de cenar, ella te hace agarrar el inmaculado bastón y te ata las manos con cinta americana. Se arrodilla de espaldas a ti y te obliga a pegarla. En principio, de forma timorata pero, después, las formas se tornan despiadadas y despreciables.
Con el tiempo perfeccionaste la pegada pero, todavía, recuerdas los destrozos iniciales por culpa de tu ceguera. De cien golpes encajabas correctamente cuarenta y de éstos, más de la mitad, iban derechos a la cabeza o extremidades: Todo un desastre.
Uno de los castigos que más le gustaba a Ana era que le recitases en voz alta los Presupuestos Generales para el Estado. Todos los años los  memorizabas exclusivamente para ella. Debías reconocer que te gustaba oír las ordinarieces de Ana cuando te echaba la vomitona encima de los pantalones. Siempre lo hacía cuando llegabas al apartado de los presupuestos para la defensa.

Te levantabas por la mañana preguntando la hora e, inmediatamente, te aferrabas a tu gran bolsón de palomitas de maíz que, siempre, presidía tu lecho. Con la boca llena la llamabas a grandes voces. Ana acudía a los cinco o dies minutos. A veces se te escapaban unos sollozos que hacían sentir a Ana una pena lógica y atractiva.
Iba al cuarto de baño a terminar de curarse las heridas de  la noche anterior y, cuando volvía, ya no estabas. Un rastro de palomitas de maíz por el suelo era la pista.


Bajas por la escalera mecánica hurgando con la lengua alguna muela cariada que te daba la lata intermitantemente. Al llegar a los tornos, la taquillera de todos los días te saluda con rostro completamente absorto ante la intelectualidad vanguardista de la Sra. Tellado.
Rastreas el terreno como solo tú sabes hacerlo. Te tropiezas con algún mendigo despistado que dormita entre sus heces con cara de felicidad. Tararea alguna canción de los cincuenta.
llegas al transbordo de dos líneas y aireas a los cuatro vientos los cupones. Con soberbia. Altivo. Seguro de ti mismo. La suerte, la dicha, los sueños, als ansias, la libertad, la eternidad, es ofrecida a un público perecedero, egoísta, distante, ególatra, televisivo, absurdo y sensatamente, estúpido.

El jefe de estación te saluda como de costumbre. Devuelves el cumplido. Al instante te lleva a su cabina-oficina y te hace sentar en una deslucida silla de madera. Tú dejas a un lado el bastón y, juntando tus piernas, dispones a oír a tan exclusivo orador.
El jefe de estación era un hombre recio. Alto y putero vocacional con una raya de bigote y de intachable higiene. Sus manos dejaban ver un anillo perdido en sus especies de pezuñas. Años de bien casado con una mujer oliendo a pescado del domingo y dos hijos pegados al bourbon y al chinchón. Años de barra y horas extras en esa destartalada estación de centro urbano.

El jefe de estación saca una revista pornográfica de su cajón. "Las Ardientes Cartas De Una Vieja Decadente". Te narra poco a poco todo el poder calorífico escrito por tan singular dama del hastío. Tú. A la voz lenta, segura y aguardentosa del jefe de estación, sientes unos estímulos que te hacen mover como si estuvieses interpretando la danza del vientre. Sientes un sudor frío que es visto por debajo de tus gafas negras. El jefe de estación se acerca y en el oído te empieza a leer las últimas descripciones de tan particulares cartas. Al rato, te relajas echando tu cabeza hacia delante.

Ana Coreta siempre es puntual cuando viene a recogerte. Apenas te queda media tira para vender. Apoyado contra la pared, metes la mano en la bolsa y tanteas la recaudación. Ana te sujeta el bastón y, ante la mirada atónita de los transeúntes subterráneos, lo lame con evidente apología lujuriosa. Después se golpea el cuello. Algunos, para poder ver más de cerca el espectáculo, se acercan y, para disimular, compran algún cupón. Ana, dándose cuenta, empieza a berrear como una mula apareada. Al instante acaba la venta.

Cada día se hace más difícil el comercio. Por la mente de Ana Coreta pasaban todo tipo de artimañas y reclamos para atraer a los potenciales clientes. Tal vez lo suyo era el marketing.

Un día al ir a recogerlo, encontró solo el bastón blanco tirado en el borde del andén. Algunas palomitas de maíz  iban cayendo a las vías por la débil pendiente.
El jefe de estación estuvo afónico aquel día.

Marzo-1.988


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